Sofía es una madre soltera de 20 años. Le gusta escuchar stoner doom de la vieja escuela "sin artificios técnicos, sin producciones clínicas y perfectas". Uno podría verla a cualquier hora de la mañana con sus audífonos de chícharo metidos en el oído si se asomara a la cocina del restaurante chino que hay al final de la calle Hidalgo. Hace dos años y medio tuvo a su primer hijo, a quien nombró Shuldi. Shuldi es hijo de un kudú africano, pero como los padres de Sofía tienen prejuicios muy arraigados en contra de los kudús, Sofía ha preferido mantener a su hijo en secreto.
Un par de semanas atrás apareció en el buzón de su departamento una carta de su madre. Sofía dudó unos minutos antes de abrir el sobre. Cuando sacó la hoja y comenzó a leer, sus dedos temblaron y la hoja cayó al suelo. Shuldi se asomó al pasillo y se le quedó mirando con sus ojitos negros, tan inquisitivos. "Tus abuelos vienen de visita, llegan a fines de junio." Shuldi movió sus orejas grandes como antenas dirigiéndolas hacia ella e hizo un movimiento rápido tensando todo el cuerpo, como si se preparara para saltar.
Desde la aparición de esa carta en su buzón Sofía no ha podido dormir. Sus padres entrando al departamento como siluetas sin rostro para reclamarle que les ha mentido es paralizante. En el último sueño que recuerda, estaban los dos de pie, recortados como un par de cartones colocados a contra luz frente a la puerta principal. De pronto sus rostros inmóviles hechos de cera pálida se estiraron hacia el cielo como llamas, sus dedos gigantescos la señalaron acusadores y de sus bocas que parecían dos cavernas con estalagmitas de baba y telaraña salieron en silencio cuatrocientas noventa maldiciones que le llenaron los brazos y el alma con tatuajes que ardían como gotas de soldadura. Los muros y el techo del departamento se deslizaron como tranvías hacia el horizonte entre torbellinos de polvo anaranjado, y ella se hizo cada vez más pequeña hasta que el espacio entre sus articulaciones fue tan diminuto que no le fue posible mover un músculo o articular una palabra. Luego el dedo de su padre se convirtió en un lanzallamas y apuntó a Shuldi, que corrió tratando de ocultarse entre esa vastedad de polvo. Todo comenzó a dar vueltas y de pronto, como el golpe de un rayo, las llamas alcanzaron a su hijo. La risa de su madre cayó desde el cielo como una ametralladora de cuchillas. Todo olía a pelo quemado. Su hijo agonizante la miraba lleno de terror y ella no podía moverse. En un instante todo se convirtió en un alba brillantísima que todo lo engulló: no quedó nadie ni nada alrededor, ni arriba ni abajo. Sus oídos comenzaron a escuchar hipnotizantes acordes distorsionados en un tono tan grave que hacía temblar dolorosamente sus huesos. A lo lejos, un cencerro y tambores tocando ritmos tribales; cada tantos tiempos un llamado de guerra tocado con un cuerno y luego la voz de Shuldi, acre, quemada y ronca como un vidrio astillado que repetía un mantra indescifrable que duró una eternidad. Al poco tiempo comenzó a llover sangre tan espesa que se tragó toda la claridad. Sus oídos dolían tanto con el volumen inmisericorde de los acordes y el sufrimiento era tan grande que Sofía tuvo que desgarrarse la garanta hasta que logró emitir un sonido débil y tembloroso que fue creciendo hasta que sus gritos despertaron a su cuerpo y pudo correr al cuarto de Shuldi. Shuldi respiraba y dormía. Shuldi estaba bien, pero desde esa noche ella ya no pudo dormir más.
Hace más de una semana que Sofía está de muy mal humor. Tiene sueño, tiene miedo. Sus nervios amenazan con asesinarla. Esta mañana se cortó con un cuchillo mientras rebanaba unos shiitakes en el restaurante. No sangró mucho, pero las implicaciones de otro accidente de trabajo la tienen aún peor.
En eso piensa, parada en la entrada de la cocina, mirando la luz ominosa que se escurre como leche agria por el vidrio esmerilado de la puerta principal. Shuldi sale de su cuarto, sigiloso y le repega la cabeza en el muslo derecho. "Te quiero, hijo." Le acaricia el cuello y espera que con eso Shuldi haga una cabriola, como de costumbre, y salga a jugar al patio. Pero él sigue repegándose con insistencia y cada vez con mayor fuerza. Inmersa en sus pensamientos, Sofía no ha pensado en cómo todo esto está afectando a Shuldi. "Hijo, ve a jugar." Él sigue meneando la cabeza insistentemente contra su muslo. "Basta, chiquito." El rozamiento continúa durante algunos minutos y aunque Sofía está inmersa en su preocupación, la insistencia y el ardor en el muslo terminan por irritar no sólo a su pierna. De pronto, la mujer estalla. "¡Basta ya, Shuldi, déjame en paz! ¿Qué no ves lo mal que me tiene la visita de tus abuelos?" El pequeño la mira desconcertado, da un pisotón en el suelo de madera y sale corriendo de la habitación.
-Shuldi. ¿Shuldi? ¿estás bien, hijo?
La habitación de su hijo está entreabierta. Sofía no se decide a entrar. Él está en un rincón, restregando su cabeza con la pared. Pero ella no lo ve.
-Shuldi. Quiero pedirte perdón por el arrebato de hace un momento. Hijo, te amo.
Amanece. Es el último día de junio y Sofía no ha logrado hacer que Shuldi salga de su habitación. "Está mejor así", piensa mientras limpia la mesa con un trapo húmedo. "Tal vez papá y mamá se sentirán tan traicionados que ni siquiera querrán conocerte." Suena el timbre, Sofía se dirige hacia la puerta y abre el picaporte lentamente. Ahí están: las dos siluetas dibujadas en la blancura del exterior. En vivo y a la distancia de los años que han pasado separados la una de los otros, sus padres parecen menos terribles que en el sueño aquel. Aún así, Sofía prefiere decirles la verdad antes de recibirlos adentro, tratando de evitar un desdén más vitando y doloroso.
-¿Y dónde está? pregunta su madre, tratando de esbozar una sonrisa que no acaba de dibujarse del todo. Su padre mira al piso, agarrando su boina con ambas manos a la altura del bajo vientre, pero sus labios son una pieza apenas ranurada. Sus padres son en realidad como un par de extraños que han venido a levantar los datos de un censo.
En ese momento se abre la puerta del cuarto de Shuldi y su presencia en medio del pasillo atrae la mirada de los tres. A Sofía le parece que su hijo se ve más grande, pero en la obscuridad de la casa es difícil ver bien.
-¡Shuldi, ellos son mis padres!
Shuldi rasca el suelo con su pezuña derecha y arranca en una carrera endemoniada hacia la puerta de entrada, embistiendo a la pareja de sombras, que terminan ensartados cada cual en uno de los recién salidos cuernos que coronan la cabeza de Shuldi.
Las sombras se vuelven borrosas, todo se torna blanco de nuevo y Sofía cae al suelo, lánguida.
Después de enterrar los cuerpos en el jardín trasero, Sofía mira a los ojos a Shuldi con sus propios ojos llenos de lágrimas y lo toma con suavidad por el cuello, justo debajo de sus orejas. "¡Shuldi, perdóname hijo, estaba tan metida en mis miedos y mis problemas con mis padres que no me percaté de que estabas convirtiéndote en todo un adulto! ¡Mírate nada más, qué hermosos cuernos, te pareces muchísimo a tu padre!" Y sacando el trapo húmedo que trae en la bolsa de su delantal, Sofía limpia la sangre que aún escurre de los cuernos del joven kudú.
martes, 28 de mayo de 2013
martes, 21 de mayo de 2013
Un perro sin correa
Un hombre de mediana edad entra a su casa en las afueras de la ciudad. Entre cientos de casas aún vacías, la suya no tiene en realidad ninguna peculiaridad. Es una morada de interés social pequeñísima, con un espacio grande que es habitación y sala de estar y un baño diminuto y nada más. Ha sido un día de trabajo muy duro y lo único que el hombre quiere es tirarse en su colchón a ver la serie de televisión que ha conseguido en DVD el día anterior. Apenas cruzando el umbral oprime el botón del apagador pero la habitación sigue a oscuras. Decide tirarse así, en la negritud de un cuarto que refleja la negritud de su vida. El control remoto de la tele debe estar tirado por ahí, entre el tazón de las palomitas vacío y una sábana echa bola que huele a sudor de semanas.
Se quita las botas, se desabrocha el pantalón y lo deja caer a sus pies. Dando un paso se sale de él y se sale de su día. Se quita los calcetines con la mano, se desenfunda la playera y la bota hacia el rincón más alejado de la puerta del baño, para no tropezar con ella cuando tenga que ir a orinar. En la intimidad de su desnudez, se deja caer de espaldas.
El golpe tan fuerte que se lleva en la espalda y el latigazo de su cabeza contra el suelo hacen que vea estrellas como si un hada se hubiera colado en el cuarto oscuro. Se soba la cabeza un minuto y luego agita sus miembros como los niños que dibujan angelitos en la nieve: el colchón no está en su lugar.
Como tampoco encuentra el control remoto, decide pararse a encender la televisión para ver qué es lo que sucede. El televisor tarda unos segundos en encender, el volumen es tan bajo que el murmullo de los grillos que pueblan el pasto crecido afuera de la casa parece ensordecedor. La habitación se ilumina en débiles tonos azules que suben y bajan de intensidad y entonces, entre sombras danzantes, comprueba que el colchón no está por ningún lado. El suelo alfombrado y los muros están desnudos como él, excepto por la ropa que se ha quitado al llegar, la pantalla de televisión y algo oscuro que está tirado cerca del contacto del muro que solía hacer las veces de cabecera. El hombre se acerca a ese objeto lentamente, se coloca en cuclillas y con la poca luz de la pantalla analiza el objeto. Es un cinturón o una correa. La sigue con las manos y descubre una cadena de metal unida a ella por una argolla. No hay duda, se trata de una correa. Una correa de perro.
La puerta del baño está abierta pero las cortinas siguen cerradas y no corre el viento. Quien haya estado adentro se marchó con su colchón y dejó atrás la correa y la cadena. Eso, o la persona que entró sigue adentro con él.
Al pensarlo se le eriza el pelo, entonces nota que una arista de la habitación es más oscura que las demás y comprende que en efecto no está a solas.
-¿Quién es?, ¿quién está ahí?
-Soy Enrique, tu vecino. La voz es grave, segura, tranquila.
-¿Enrique?
-Enrique, tu vecino de la casa de enfrente. Me mudé hace un par de días.
-Sí, sí. Te vi limpiando tu casa. ¿Se puede saber qué haces aquí adentro? ¿Dónde está mi colchón? ¿Es que también piensas limpiar mi casa y dejarme el puro vacío?
-¿El vacío? Ese ya lo tienes. Por eso he venido. Te traje un regalo.
El hombre titubea. Sabe que el vecino bien podría tener un arma. Quizá sean las únicas personas en un par de cuadras a la redonda, así que decide mantener la calma y averiguar de qué se trata todo eso.
-¿Te gustó tu regalo? Espero no haber errado la talla.
-Mi... ¿la correa?
-Sí. Tu cuello se escocerá un poco los primeros días, pero veré que descanses y que la ventilación sea suficiente para evitar heridas e infecciones.
El hombre está totalmente desconcertado. Está solo, desnudo en el fondo de su habitación con un hombre extraño que bloquea la única salida; un hombre que posiblemente esté armado y que lo tiene arrinconado en un área de diez metros cuadrados de un área casi despoblada. Sin saber qué hacer y sin fuerzas para luchar, decide esperar el tiempo que sea necesario para idear un plan coherente. El vecino le explica que lo ha vigilado incluso antes de mudarse al fraccionamiento. Con una tranquilidad hasta cierto punto contagiosa le dice que sabe que su padre ha muerto recientemente y que ahora la libertad le viene demasiado grande.
-Todos los perros de casa necesitan la correa cerca. Te vi cabizbajo y supe en seguida que eras uno de esos perros sin amo que no pueden andar paseando por ahí sin una guía, con todo ese peso encima y sin alguien que te cuide, sin disciplina, solo. Así que te compré una correa para sacarte a pasear y habituarte a todo esto. He decidido adoptarte. A partir de esta noche tú eres mi perro y yo tu amo. Me tomé la molestia de llevar el colchón a la casa de enfrente, para que no estorbe ni se ensucie demasiado durante el entrenamiento. Después me mudaré aquí contigo y verás que cambiará tu semblante.
En sus treinta y tantos años de vida el hombre jamás ha sido especialemnte asertivo, así que acepta las condiciones esperando encontrar en algún momento el modo de escapar o de buscar ayuda.
Pasan las semanas, pero el hombre se habitúa tanto a su nueva vida, a los cuidados de Enrique, a su voz maravillosamente calmante, a las tardes tranquilas escuchando jazz y sintiendo una mano acariciando su cabeza, que poco a poco la idea del escape empieza a parecerle una tontería. Además las croquetas no saben nada mal y el cabello ha dejado de caérsele. Enrique es un buen amo y le da la disciplina que necesita, además le proporciona comida y agua, lo saca a pasear todos los días e incluso lo deja perseguir el chorro de la manguera los sábados cuando riega el césped. A pesar de que no es un perro de jauría, los perros de los nuevos vecinos le tienen mucho respeto. Enrique dice que en poco tiempo podría ser un buen alfa. En efecto, su semblante ha cambiado: es un perro sano, feliz y seguro.
Cierta noche le es imposible dormir. Se asoma cada cinco o diez minutos por la ventana del frente. Las luces de los autos de los vecinos dan la vuelta en la esquina y pasan de largo para estacionarse frente a sus casas, pero esa noche Enrique no llega a casa. Él se promete que no llorará, que será valiente y fuerte. Ha oído a los otros perros aullar a veces, pero se dice que él no, que será un buen perro para que Enrique esté orgulloso de él cuando regrese. Dos noches más tarde ya no puede soportar más la espera y decide escapar por la ventana del baño en busca de su amo. Su olfato es bueno pero ha pasado mucho tiempo bajo techo. Salvo por algunas confusiones al principio, en lo que se habitúa a los aromas nocturnos, logra seguir el rastro de Enrique fuera del laberinto de casas y se dirige con firmeza hacia la gran ciudad.
Tres días han transcurrido en su andar. Casi sin aliento, con las tripas pegadas al costillar, llega a un terreno bardeado al otro lado de la ciudad. Amanece, la brisa baña su rostro y los pájaros le dan la bienvenida con su escándalo de trinos y aleteos. La reja de entrada aún tiene el candado puesto, pero atravesar entre los barrotes es cosa fácil estando tan flaco. Adentro todo huele a tierra y flores, el aire es fresco y los árboles enormes. El aroma de Enrique ha cambiado en los últimos días, pero sigue siendo suficientemente fuerte. En un punto específico del vasto campo el aroma es más intenso y escapa entre los terrones frescos que cubren la tumba donde ha sido sepultado Enrique. Como buen perro, se echa junto a la tumba de su amo, suspira profundamente y con los ojos cerrados se dispone a esperar su propia muerte.
Se quita las botas, se desabrocha el pantalón y lo deja caer a sus pies. Dando un paso se sale de él y se sale de su día. Se quita los calcetines con la mano, se desenfunda la playera y la bota hacia el rincón más alejado de la puerta del baño, para no tropezar con ella cuando tenga que ir a orinar. En la intimidad de su desnudez, se deja caer de espaldas.
El golpe tan fuerte que se lleva en la espalda y el latigazo de su cabeza contra el suelo hacen que vea estrellas como si un hada se hubiera colado en el cuarto oscuro. Se soba la cabeza un minuto y luego agita sus miembros como los niños que dibujan angelitos en la nieve: el colchón no está en su lugar.
Como tampoco encuentra el control remoto, decide pararse a encender la televisión para ver qué es lo que sucede. El televisor tarda unos segundos en encender, el volumen es tan bajo que el murmullo de los grillos que pueblan el pasto crecido afuera de la casa parece ensordecedor. La habitación se ilumina en débiles tonos azules que suben y bajan de intensidad y entonces, entre sombras danzantes, comprueba que el colchón no está por ningún lado. El suelo alfombrado y los muros están desnudos como él, excepto por la ropa que se ha quitado al llegar, la pantalla de televisión y algo oscuro que está tirado cerca del contacto del muro que solía hacer las veces de cabecera. El hombre se acerca a ese objeto lentamente, se coloca en cuclillas y con la poca luz de la pantalla analiza el objeto. Es un cinturón o una correa. La sigue con las manos y descubre una cadena de metal unida a ella por una argolla. No hay duda, se trata de una correa. Una correa de perro.
La puerta del baño está abierta pero las cortinas siguen cerradas y no corre el viento. Quien haya estado adentro se marchó con su colchón y dejó atrás la correa y la cadena. Eso, o la persona que entró sigue adentro con él.
Al pensarlo se le eriza el pelo, entonces nota que una arista de la habitación es más oscura que las demás y comprende que en efecto no está a solas.
-¿Quién es?, ¿quién está ahí?
-Soy Enrique, tu vecino. La voz es grave, segura, tranquila.
-¿Enrique?
-Enrique, tu vecino de la casa de enfrente. Me mudé hace un par de días.
-Sí, sí. Te vi limpiando tu casa. ¿Se puede saber qué haces aquí adentro? ¿Dónde está mi colchón? ¿Es que también piensas limpiar mi casa y dejarme el puro vacío?
-¿El vacío? Ese ya lo tienes. Por eso he venido. Te traje un regalo.
El hombre titubea. Sabe que el vecino bien podría tener un arma. Quizá sean las únicas personas en un par de cuadras a la redonda, así que decide mantener la calma y averiguar de qué se trata todo eso.
-¿Te gustó tu regalo? Espero no haber errado la talla.
-Mi... ¿la correa?
-Sí. Tu cuello se escocerá un poco los primeros días, pero veré que descanses y que la ventilación sea suficiente para evitar heridas e infecciones.
El hombre está totalmente desconcertado. Está solo, desnudo en el fondo de su habitación con un hombre extraño que bloquea la única salida; un hombre que posiblemente esté armado y que lo tiene arrinconado en un área de diez metros cuadrados de un área casi despoblada. Sin saber qué hacer y sin fuerzas para luchar, decide esperar el tiempo que sea necesario para idear un plan coherente. El vecino le explica que lo ha vigilado incluso antes de mudarse al fraccionamiento. Con una tranquilidad hasta cierto punto contagiosa le dice que sabe que su padre ha muerto recientemente y que ahora la libertad le viene demasiado grande.
-Todos los perros de casa necesitan la correa cerca. Te vi cabizbajo y supe en seguida que eras uno de esos perros sin amo que no pueden andar paseando por ahí sin una guía, con todo ese peso encima y sin alguien que te cuide, sin disciplina, solo. Así que te compré una correa para sacarte a pasear y habituarte a todo esto. He decidido adoptarte. A partir de esta noche tú eres mi perro y yo tu amo. Me tomé la molestia de llevar el colchón a la casa de enfrente, para que no estorbe ni se ensucie demasiado durante el entrenamiento. Después me mudaré aquí contigo y verás que cambiará tu semblante.
En sus treinta y tantos años de vida el hombre jamás ha sido especialemnte asertivo, así que acepta las condiciones esperando encontrar en algún momento el modo de escapar o de buscar ayuda.
Pasan las semanas, pero el hombre se habitúa tanto a su nueva vida, a los cuidados de Enrique, a su voz maravillosamente calmante, a las tardes tranquilas escuchando jazz y sintiendo una mano acariciando su cabeza, que poco a poco la idea del escape empieza a parecerle una tontería. Además las croquetas no saben nada mal y el cabello ha dejado de caérsele. Enrique es un buen amo y le da la disciplina que necesita, además le proporciona comida y agua, lo saca a pasear todos los días e incluso lo deja perseguir el chorro de la manguera los sábados cuando riega el césped. A pesar de que no es un perro de jauría, los perros de los nuevos vecinos le tienen mucho respeto. Enrique dice que en poco tiempo podría ser un buen alfa. En efecto, su semblante ha cambiado: es un perro sano, feliz y seguro.
Cierta noche le es imposible dormir. Se asoma cada cinco o diez minutos por la ventana del frente. Las luces de los autos de los vecinos dan la vuelta en la esquina y pasan de largo para estacionarse frente a sus casas, pero esa noche Enrique no llega a casa. Él se promete que no llorará, que será valiente y fuerte. Ha oído a los otros perros aullar a veces, pero se dice que él no, que será un buen perro para que Enrique esté orgulloso de él cuando regrese. Dos noches más tarde ya no puede soportar más la espera y decide escapar por la ventana del baño en busca de su amo. Su olfato es bueno pero ha pasado mucho tiempo bajo techo. Salvo por algunas confusiones al principio, en lo que se habitúa a los aromas nocturnos, logra seguir el rastro de Enrique fuera del laberinto de casas y se dirige con firmeza hacia la gran ciudad.
Tres días han transcurrido en su andar. Casi sin aliento, con las tripas pegadas al costillar, llega a un terreno bardeado al otro lado de la ciudad. Amanece, la brisa baña su rostro y los pájaros le dan la bienvenida con su escándalo de trinos y aleteos. La reja de entrada aún tiene el candado puesto, pero atravesar entre los barrotes es cosa fácil estando tan flaco. Adentro todo huele a tierra y flores, el aire es fresco y los árboles enormes. El aroma de Enrique ha cambiado en los últimos días, pero sigue siendo suficientemente fuerte. En un punto específico del vasto campo el aroma es más intenso y escapa entre los terrones frescos que cubren la tumba donde ha sido sepultado Enrique. Como buen perro, se echa junto a la tumba de su amo, suspira profundamente y con los ojos cerrados se dispone a esperar su propia muerte.
martes, 9 de abril de 2013
Malditas viudas
Ocurrió
en la casa, después de regresar de la fiesta de no sé quién. Aprovechando que
el gordo andaba de viaje, me había tomado algunas cervezas. Como no me gusta
irme a la cama apestando a humo de cigarro, abrí la llave de la regadera, me
desnudé y salí a colgar la ropa en el tendedero de la terraza. Estuve afuera
unos dos minutos viendo las estrellas y la luna, preguntándome si el gordo
estaría dormido ya. Cuando volví al baño comenzó el horror.
Muchos
dirán que esa noche en la fiesta yo era otro, que brillaba con luz propia, que
dije cosas profundísimas y que había algo extraordinariamente bueno y nuevo en
mí, que estaba inusualmente platicador, en fin, que era otro. Los que me
conocen un poco mejor hubieran opinado que sólo estaba borracho. Y hubieran
hablado con la verdad, porque si yo no hubiera muerto esa noche mientras
dormía, al otro día hubiera sido el mismo imbécil de siempre: callado,
retraído, enojón, enfadoso, malacara, infantil y distante a cual más. Lo único
verdaderamente primoroso de todo este asunto es que la muerte me llegó en el
momento justo, ¿no? o sea cuando lo lindo y primoroso era yo. ¡Ajá, qué
lindura, qué primor!
Pues no. Para
nada. Tantos años fabricando reputación de cascarrabias ¿y para qué si al
final todo se fue al traste? ¿Para qué si todos esos que hubieran dicho la
verdad no estaban, y los que sí estuvieron habrán hablado puras tarugadas que
nunca fui? ¡Qué asco de coincidencia! El colmo de la eterna falta de sincronía
que siempre me caracterizó: la vida tenía que patearme el culo justo en el
momento en que parecía un tipo normal (léase “un humano contemporáneo de
hueva”) ¡Demonios!
Y
la culpa de todo la tuvo la viudita. Estúpida viudita, si no me la hubiera
topado en el baño y no hubiera pasado entre nosotros lo que pasó, pues nada, me
habría bañado, me habría ido a dormir y cada quien hubiera seguido su vida como
si nada hubiera ocurrido hasta que al otro día, que era lunes, muy temprano
llegara la chica de la limpieza y se las arreglara ella sola con el problema
(bueno, ella y su par de sacos de testosterona, que juntas son implacable
remedio contra la viudita o contra cualquier otro indeseable allanador del
hogar).
Decía
que todo hubiera sido tan diferente si ella no hubiera aprovechado esos dos minutos
que estuve en la terraza para ir a acomodarse encuerada, abierta de patotas y
panza pa’arriba en medio de mi baño, o si yo no hubiera decidido darme un baño
en ese momento, sino irme a la cama como todo buen borracho a olvidarme de todo
hasta que la alegre visita de la resaca y el hambre me despertaran. Pero no fue
así. La viudita se me quedó viendo como niño en juguetería mientras yo ponía mi
cara de ¿qué crees que haces aquí, asquerosa trepadora invadehogares? Le menté
la madre en cuanto idioma supe, le dije cuán indeseable resultaba su presencia
en mi casa, le grité lo insoportable que me resultaban las de su tipo, que la
odiaba con toda mi alma, que preferiría verla bien muerta o de patitas en la
calle o en la casa de alguien más pero no en la mía, no, definitivamente no en la
del gordo. Y claro, no me habría visto en la penosa necesidad de envenenarla.
–Aquí entre nos, en realidad no era preciso envenenarla. Pude haberla sacado de
la casa a puntapiés y arreglármelas para enviarla muy lejos, como lo hice con
las anteriores, pero la neta es que no quise arriesgarme. Aún cuando la tenía acorralada y
mi furia era evidente, la idiota sólo se quedó en su sitio, viéndome, casi
inmóvil, apenas moviendo una de sus extremidades, como acariciándose el
abdomen. ¡Lúbrica, impúdica! Pensé en destriparla ahí mismo pero la casa es del gordo... demasiado gore, demasiado trabajo de limpieza,
demasiada suciedad. Así que la envenené.
La
cosa es que de no habernos encontrado esa noche así, bajo la regadera, con
nuestra intimidad expuesta y nuestros verdaderos yo a flor de piel, pues ella
no habría tenido que morir y yo no habría tenido que irme a acostar con el
temor de que sus hermanas vinieran a vengarla, con esa horrible comezón de
culpa y con la reverberación de la muerte en toda la piel, con el aroma del
veneno en las yemas, con su cuerpo pataleando en el piso del baño del gordo,
con la piel chinita, los vellos erizados y el insomnio recorriéndome las
piernas y la espalda. No, todo eso no habría ocurrido. No habría tenido que ir
a asomarme cuatro veces al baño sólo para verificar que su cadáver seguía ahí
tirado y que era mi barba lo único que me rozaba el cuello, ni me habría
torcido la espalda volteando a ver cada sombra que danzaba por la pared. Pero
así fue. Toda la noche di patadas como un epiléptico actuando y reactuando la
parodia de su muerte en mi propia cama, sudando como aquel viajero gringo en la
jungla de Belice.
Revolviéndome
entre las sábanas mojadas sin poder soñar otra cosa más que su cuerpo indecente
retorciéndose en medio del baño, sin saberlo me había expuesto yo mismo a la
desgracia. Supongo que fue mi convulso balbuceo o el desasosiego de los perros,
acaso los gritos de mi rabia antes de matar a la desdichada o el hecho de que nunca volvió con los suyos
lo que al final invocó a su hermana demente. ¿O era su prima? Ve tú a saber, con
esa familia de viudas desquiciadas uno nunca sabe. La puerta del edificio se queda abierta un rato en la tarde, mientras meten la mercancía a las bodegas de abajo, pero
cuando el gordo o yo llegamos echamos siempre el pasador. Como somos los únicos
del edificio, a veces dejamos un rato abierta la puerta de arriba. Es de
suponerse que las dos pérfidas viudas estaban ya instaladas en algún rincón del
oscuro edificio, esperando, acechando. El hecho es que yo ya estaba en la cama,
nervioso pero repitiéndome que la viuda estaba muerta, que su cadáver estaba en
el baño donde lo dejé. La hermana tuvo prácticamente toda la noche para
caminar tambaleándose hasta mi lecho. Casi puedo ver sus ojos
brillantes clavados en mí y sus piezas bucales anticipando, grotescas, la
venganza.
Aprovechando
que por fin dormía, esta segunda viuda se trepó suavemente a mi lecho, se
deslizó entre los pliegues de la sábana y logró escabullirse debajo de ella.
Como los dedos ágiles de una arpista, recorrió mi piel sin que yo lo notara y
sin dudarlo, en cuanto tuvo su boca en el punto que más deseaba, me arrebató la
vida con su ponzoña. ¡Malditas viudas! ¡Malditas viudas negras, repugnantes
arañas de porquería, el gordo tenía razón, vinieron para matarnos!
jueves, 17 de enero de 2013
No veo el problema
[Transcripción
literal del archivo “bitacora.mp3”, encontrado en la memoria interna de un
teléfono celular usado que acabo de adquirir]
Martes
26 de marzo de 2009
06:16 Ayer he dejado de formar parte de las estadísticas de
desempleo y he decidido que lo celebraré comenzando una minibitácora en audio
con ayuda de la grabadora del teléfono, una especie de podcast personal del
nuevo empleado de correos, si así quiere verse.
Miércoles
25 de marzo de 2009
15:38 Apenas es mi tercer día en la oficina postal y ya me siento
masacrado por la fatiga y el sueño. Tantas horas corridas poniendo sellos y tan
poco tiempo para reaccionar entre uno y otro está acabando con el buen humor
con que comencé la semana. Mis tripas gruñen a cada rato y a veces siento que
voy a caer de bruces por el hambre. Me duele un poco el hombro, creo que ayer
me lastimé un poco tratando de alcanzar uno de los sellos de devolución que se
me cayó del mostrador. De cualquier modo tengo que terminar con los paquetes de
dos lotes que me tocan y esto me llevará el resto del día. Don Ramiro dice que
estoy haciendo un buen trabajo, pero sus comentarios poco me importan; es el
clásico tipo que quiere hacerse el simpático con los empleados cuando se le
nota a leguas lo prepotente y lo resentido. De seguro sólo está esperando el
momento en que falle para sacar el monstruito que lleva dentro.
17:46 Los lentes me hicieron el día pesado. Hoy se les zafó la
pata derecha del armazón, conseguí ponerles el tornillo de nuevo pero como me
temía, el remedio no aguantó mucho y no creo poder llevarlos a reparar esta
semana. Para las 4 de la tarde ya se les había caído la pata más de cuatro
veces. Mi uña ya está toda despostillada, creo que necesitaré encontrar otro
desarmador más resistente y más adecuado. Hace rato en el baño estuve a punto
de tirar los lentes en la taza. Me tardé como diez minutos buscando el maldito
tornillo que fue a dar detrás del bote de basura. Don Ramiro me regañó por
tardarme tanto. Mugre viejo ¿acaso él defeca parado o cree que ir al baño es
carrera contra reloj? ¡Mira que hacer tal pancho por diez minutos! Pero ya verá
el infeliz cuando San Pedro “traspapele” sus documentos de ingreso al cielo
(pienso juntar un porcentaje de mis sueldos para comprar el favor del santito).
19:22 Salimos tarde pero afortunadamente Tomás, un compañero de
turno, me echó un aventón a la avenida Del Valle, así que alcancé el camión que
me deja a una cuadra del departamento. Esta noche cenaré ligero y me iré
directo a la cama.
Jueves
26 de marzo de 2009
20:03 Maribel vino hará cosa de dos horas y me dio un paquete
amarillo que ha enviado mi madre desde Guanaineo. ¡Qué ridículo caso: yo
trabajando en los correos 10 horas al día, viendo pasar bajo el sello postal
carta tras carta y paquete tras paquete y mi servicio de correspondencia sigue
siendo la pequeña trenzuda Maribel que se me queda viendo con su carita de
ángel y su mirada de “regálame un chocolatito, Marcos, anda no seas malo y
regálame un chocolatito”! ¿Cómo negarse a destapar el paquete y darle uno?
¿Cómo negarse a destaparse un poquito el alma? El bultito resultó ser una
bufanda, Maribel se fue enfurruñada. ¡Ah, mi madre! Cuando no es el punto de
cruz es el telar y cuando no cualquier otro pasatiempo con hilos, listones o
estambres. ¿Será que mi madre está convirtiéndose en gato?
21:19 Traté de arreglar la pata derecha de mis lentes. Tras varios
intentos, la rosca del tornillo se barrió junto con la perforación de la mica y
no hay modo de amarrar la pata al lente sin destrozarlo. Si no me programan
trabajo extra para el sábado los llevaré temprano al centro para que me los
arreglen.
Viernes
27 de marzo de 2009
06:40 Hace frío. Camino rápido fingiendo que es para entrar en
calor. La verdad es que desviaron al autobús de su ruta y todavía no me ubico
bien en el rumbo. Me detengo un momento en la papelería para comprar cinta
invisible. Un cachito cortado con los dientes, reparo mis anteojos “vintage” y
a correr porque el tiempo vuela y no quiero quedarmé atrás.
15:40 Por fin el último día caminando como zombie de película
sesentera por los pasillos de la oficina. Dice Francisco que la primera semana
siempre es la peor, y sin lentes vaya que para mí fue mala. Creo que Don Ramiro
piensa que consumo drogas o que soy sociópata... o quizá ambas cosas. Cada que
nos encontramos en alguno de los corredores siento su mirada embarrada en mi
nuca y juraría que puedo escuchar su piel reseca crujiendo cuando frunce el
entrecejo como si se hubiera fumado la primer flatulencia de Adán, añejada
durante milenios y milenios de rencor contra la vida.
17:50 Acaban de confirmarme que mañana no trabajaré, así que esta
noche es mía. Una botella de brandy, las luces apagadas, Long way to go, algo de pasta italiana y si
hace frío el cobertor café, la bufanda tejida y mis pantunflas de piel de
cabra. Si corro con suerte los vecinos no darán otra de sus fiestecitas
guapachosas de fin de semana. Me tiraré en la cama a puerta cerrada y pata
tirante y me cobraré de una vez por todas esas horas de desvelo que esta semana
llegaron en racimo.
Sábado
28 de marzo de 2009
10:17 Le pedí a Rufina que venga a hacer el aseo del departamento
más tarde, cuando yo no esté. Es mi primer día de descanso desde que me dieron
el trabajo en la oficina de correos y aún tengo que hacer algunos pendientes
fuera de casa que más tarde no podré cumplir, porque como es bien sabido los
domingos se inventaron el mismo día que la pereza y dadas las condiciones
actuales yo diría que la tarde del sábado no es otra cosa más que la víspera
fiel de tal invención divina. Lo primero: llevar mis anteojos a arreglar. ¡No
sé cómo he sobrevivido la semana sin perder piso mientras las gafas se
bambolean y se inclinan hacia la derecha cada cinco minutos y el mundo hace una
genuflexión obligada! Ayer me hacía el nudo de la corbata frente al espejo y
creí estar viendo a un marcianito de caricatura, con un ojo hacia arriba
buscando a Fobos y con el otro hacia abajo, enterrado en sus memorias de
guerras galácticas y panquecitos de le estación sur-sureste 4 en Deimos. ¿Fue
sólo el efecto de mi pobre visión o de verdad me veo así de ridículo y
desproporcionado? Por si las dudas, me guardaré las gafas oscuras en el saco.
Si de todos modos yo no voy a ver, mejor que tampoco se me quede viendo la
gente en la calle.
Domingo
29 de marzo de 2009
05:54 El plan para anoche después de llevar las gafas al taller
era irme de juerga con los camaradas, contarles sobre mi nuevo trabajo, pasar
el rato sin pensar demasiado. Como de costumbre, comprarímos un par de botellas
y jalarímos a casa de Esteban a ponernos “tontos y borrosos”. Les llamé desde
la óptica para inventarles no sé qué excusa y me disculpé por no acompañarlos,
la verdad es que tenía más ganas de volver a casa y dormir otro rato para
olvidarme de todo. Pedí un radiotaxi y en unos minutos estaba en casa, relajado
y feliz. Quise ver la televisión un rato pero al parecer hubo un corte de
energía eléctrica y me quedé a ciegas el resto de la noche. Mejor: descansé
como borreguito en paja. Aún no amanece.
09:10 Lo he decidido: me quedaré de nuevo en casa. Sin lentes ni
pendientes, he decidido dejar las cortinas corridas, abrazar esta oscuridad tan
dulce que me rodea y disfrutar el limbo. Creo que derramé un poco de café pero
no importa, mañana limpiaré.
11:57 El trabajo de la semana de verdad me tumbó: no quiero salir
a distraerme, sólo quiero estar aquí a sólas, pensando y descansando en la
oscuridad absoluta.
Lunes
30 de marzo de 2009
11:46 Estoy en el hospital. Rufina está conmigo, Maribel me ha
encontrado esta mañana vagando a tientas por los pasillos del edificio y entre
ambas me han ayudado a llegar aquí. Esta mañana me levanté temprano con la
alarma para ir a trabajar, pero he despertado a una pesadilla, al principio no
supe decidir si dormía o no: he encendido las luces del departamento y vi (si
se me permite la ironía) que la energía eléctrica no había sido reestablecida
desde el apagón del sábado. ¡Pero me levanté con la alarma del reloj y sigo
grabando entradas en el teléfono! ¿Es que recargué la batería sin corriente
alterna? ¿Error de redacción de podcastero de dos pesos? No: error de ensueño,
o lo que es peor: ¡error de vigilia! Corrí a abrir las cortinas. Traté,
trastabillé, me rompí un dedo del pie, caí, rodé, grité, maldije, me arrastré,
logré levantarme con muchísimo, muchísimo dolor y tirando media sala, me mordí
la lengua y rechiné los dientes, finalmente corrí la cortina: nada. Corrí otra
y otra más. Oscuridad absoluta. Como pude, me dirigí a la puerta principal,
tropecé con el perchero, me metí en la gabardina y salí del departamento.
Afuera, la misma negrura. Recorrí el pasillo pero no pude localizar el botón
del elevador, sin embargo sí la escalera. El dolor era indescriptible, pero
pese a él comencé a bajar con lentitud agarrado del pasamanos. No sé cuántos
pisos bajé. “¿Marcos?”, era la voz de Maribel, Mari, dulce Mari. No supe en qué
situación se encontrarían mis ojos de marciano bizco, así que metí la mano lo
más rápido que pude al bolsillo de la gabardina para ponerme las gafas oscuras,
pero al sacarlas las tiré al suelo. Me agaché, comencé a barrer el polvo con
mis dedos hasta que los lentes los encontraron y con torpeza logre ponérmelos
sobre la nariz. El resto se cuenta como cualquier ingreso al hospital:
revisiones, doctores, olor a desinfectante, doctores, ¿cuándo comenzó todo
esto?, ajás, mms, correctos, más ajás, sonido de punta de bolígrafo girando
sobre papel sobre base rígida, dedos enguantados en látex tocándome la cara,
murmullos... y de todo esto, lo único que he logrado saber –además de que mi
dedo gordo tardará más de un mes en sanar– es que no saben dónde ni cómo ni en
qué momento. ¿Dónde? ¿Cómo? ¿En qué momento?... Espere, Doctor ¿no será qué? Y él ha continuado “Dónde, cómo, en qué momento le han practicado esta cirugía tan limpia” –Perdón, ¿ha dicho
usted cirugía? –Marcos, es imposible que
usted no lo sepa, sus heridas han sanado por completo. –¿Saber qué, por Dios,
qué heridas? ¡Dígame de qué está hablando! Silencio. Ahora sé qué quieren decir
con eso de “un silencio incómodo” –Marcos, sus cuencas oculares están vacías.
Entonces me desmayé.
13:06 “Marcos, ni te molestes: bienvenido de nuevo a las estadísticas”... He
recibido una llamada de la oficina: estoy oficialmente despedido. No les
importaron mis razones, mi seguro médico no había sido tramitado aún y a Don
Ramiro le vale medio camote si me cayó un rayo, si me comió un tiburón martillo
de las Islas Salomón, si una llamarada solar me rostizó o si he olvidado mis
ojos en un taller de reparación de anteojos.
13:15 Me duele todo el pie. Maribel me toma de la mano. Me duele el estómago.
Apenas está cayéndome el veinte: desempleado de nuevo. Ni hablar, tendré que
volver a prescindir de esta monería de celular que apenas comenzaba a pagar.
Volver a la talla 34, al café barato, a caminar hasta roer la suela, a comprar
el diario local para buscar... ¡Demonios, aprender a prescindir del diario y entender que encontrar
trabajo será ahora más difícil que nunca! Más vale que guarde este aparato antes de arruinarlo, necesito intentar
devolverlo.
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