Ocurrió
en la casa, después de regresar de la fiesta de no sé quién. Aprovechando que
el gordo andaba de viaje, me había tomado algunas cervezas. Como no me gusta
irme a la cama apestando a humo de cigarro, abrí la llave de la regadera, me
desnudé y salí a colgar la ropa en el tendedero de la terraza. Estuve afuera
unos dos minutos viendo las estrellas y la luna, preguntándome si el gordo
estaría dormido ya. Cuando volví al baño comenzó el horror.
Muchos
dirán que esa noche en la fiesta yo era otro, que brillaba con luz propia, que
dije cosas profundísimas y que había algo extraordinariamente bueno y nuevo en
mí, que estaba inusualmente platicador, en fin, que era otro. Los que me
conocen un poco mejor hubieran opinado que sólo estaba borracho. Y hubieran
hablado con la verdad, porque si yo no hubiera muerto esa noche mientras
dormía, al otro día hubiera sido el mismo imbécil de siempre: callado,
retraído, enojón, enfadoso, malacara, infantil y distante a cual más. Lo único
verdaderamente primoroso de todo este asunto es que la muerte me llegó en el
momento justo, ¿no? o sea cuando lo lindo y primoroso era yo. ¡Ajá, qué
lindura, qué primor!
Pues no. Para
nada. Tantos años fabricando reputación de cascarrabias ¿y para qué si al
final todo se fue al traste? ¿Para qué si todos esos que hubieran dicho la
verdad no estaban, y los que sí estuvieron habrán hablado puras tarugadas que
nunca fui? ¡Qué asco de coincidencia! El colmo de la eterna falta de sincronía
que siempre me caracterizó: la vida tenía que patearme el culo justo en el
momento en que parecía un tipo normal (léase “un humano contemporáneo de
hueva”) ¡Demonios!
Y
la culpa de todo la tuvo la viudita. Estúpida viudita, si no me la hubiera
topado en el baño y no hubiera pasado entre nosotros lo que pasó, pues nada, me
habría bañado, me habría ido a dormir y cada quien hubiera seguido su vida como
si nada hubiera ocurrido hasta que al otro día, que era lunes, muy temprano
llegara la chica de la limpieza y se las arreglara ella sola con el problema
(bueno, ella y su par de sacos de testosterona, que juntas son implacable
remedio contra la viudita o contra cualquier otro indeseable allanador del
hogar).
Decía
que todo hubiera sido tan diferente si ella no hubiera aprovechado esos dos minutos
que estuve en la terraza para ir a acomodarse encuerada, abierta de patotas y
panza pa’arriba en medio de mi baño, o si yo no hubiera decidido darme un baño
en ese momento, sino irme a la cama como todo buen borracho a olvidarme de todo
hasta que la alegre visita de la resaca y el hambre me despertaran. Pero no fue
así. La viudita se me quedó viendo como niño en juguetería mientras yo ponía mi
cara de ¿qué crees que haces aquí, asquerosa trepadora invadehogares? Le menté
la madre en cuanto idioma supe, le dije cuán indeseable resultaba su presencia
en mi casa, le grité lo insoportable que me resultaban las de su tipo, que la
odiaba con toda mi alma, que preferiría verla bien muerta o de patitas en la
calle o en la casa de alguien más pero no en la mía, no, definitivamente no en la
del gordo. Y claro, no me habría visto en la penosa necesidad de envenenarla.
–Aquí entre nos, en realidad no era preciso envenenarla. Pude haberla sacado de
la casa a puntapiés y arreglármelas para enviarla muy lejos, como lo hice con
las anteriores, pero la neta es que no quise arriesgarme. Aún cuando la tenía acorralada y
mi furia era evidente, la idiota sólo se quedó en su sitio, viéndome, casi
inmóvil, apenas moviendo una de sus extremidades, como acariciándose el
abdomen. ¡Lúbrica, impúdica! Pensé en destriparla ahí mismo pero la casa es del gordo... demasiado gore, demasiado trabajo de limpieza,
demasiada suciedad. Así que la envenené.
La
cosa es que de no habernos encontrado esa noche así, bajo la regadera, con
nuestra intimidad expuesta y nuestros verdaderos yo a flor de piel, pues ella
no habría tenido que morir y yo no habría tenido que irme a acostar con el
temor de que sus hermanas vinieran a vengarla, con esa horrible comezón de
culpa y con la reverberación de la muerte en toda la piel, con el aroma del
veneno en las yemas, con su cuerpo pataleando en el piso del baño del gordo,
con la piel chinita, los vellos erizados y el insomnio recorriéndome las
piernas y la espalda. No, todo eso no habría ocurrido. No habría tenido que ir
a asomarme cuatro veces al baño sólo para verificar que su cadáver seguía ahí
tirado y que era mi barba lo único que me rozaba el cuello, ni me habría
torcido la espalda volteando a ver cada sombra que danzaba por la pared. Pero
así fue. Toda la noche di patadas como un epiléptico actuando y reactuando la
parodia de su muerte en mi propia cama, sudando como aquel viajero gringo en la
jungla de Belice.
Revolviéndome
entre las sábanas mojadas sin poder soñar otra cosa más que su cuerpo indecente
retorciéndose en medio del baño, sin saberlo me había expuesto yo mismo a la
desgracia. Supongo que fue mi convulso balbuceo o el desasosiego de los perros,
acaso los gritos de mi rabia antes de matar a la desdichada o el hecho de que nunca volvió con los suyos
lo que al final invocó a su hermana demente. ¿O era su prima? Ve tú a saber, con
esa familia de viudas desquiciadas uno nunca sabe. La puerta del edificio se queda abierta un rato en la tarde, mientras meten la mercancía a las bodegas de abajo, pero
cuando el gordo o yo llegamos echamos siempre el pasador. Como somos los únicos
del edificio, a veces dejamos un rato abierta la puerta de arriba. Es de
suponerse que las dos pérfidas viudas estaban ya instaladas en algún rincón del
oscuro edificio, esperando, acechando. El hecho es que yo ya estaba en la cama,
nervioso pero repitiéndome que la viuda estaba muerta, que su cadáver estaba en
el baño donde lo dejé. La hermana tuvo prácticamente toda la noche para
caminar tambaleándose hasta mi lecho. Casi puedo ver sus ojos
brillantes clavados en mí y sus piezas bucales anticipando, grotescas, la
venganza.
Aprovechando
que por fin dormía, esta segunda viuda se trepó suavemente a mi lecho, se
deslizó entre los pliegues de la sábana y logró escabullirse debajo de ella.
Como los dedos ágiles de una arpista, recorrió mi piel sin que yo lo notara y
sin dudarlo, en cuanto tuvo su boca en el punto que más deseaba, me arrebató la
vida con su ponzoña. ¡Malditas viudas! ¡Malditas viudas negras, repugnantes
arañas de porquería, el gordo tenía razón, vinieron para matarnos!