Sofía es una madre soltera de 20 años. Le gusta escuchar stoner doom de la vieja escuela "sin artificios técnicos, sin producciones clínicas y perfectas". Uno podría verla a cualquier hora de la mañana con sus audífonos de chícharo metidos en el oído si se asomara a la cocina del restaurante chino que hay al final de la calle Hidalgo. Hace dos años y medio tuvo a su primer hijo, a quien nombró Shuldi. Shuldi es hijo de un kudú africano, pero como los padres de Sofía tienen prejuicios muy arraigados en contra de los kudús, Sofía ha preferido mantener a su hijo en secreto.
Un par de semanas atrás apareció en el buzón de su departamento una carta de su madre. Sofía dudó unos minutos antes de abrir el sobre. Cuando sacó la hoja y comenzó a leer, sus dedos temblaron y la hoja cayó al suelo. Shuldi se asomó al pasillo y se le quedó mirando con sus ojitos negros, tan inquisitivos. "Tus abuelos vienen de visita, llegan a fines de junio." Shuldi movió sus orejas grandes como antenas dirigiéndolas hacia ella e hizo un movimiento rápido tensando todo el cuerpo, como si se preparara para saltar.
Desde la aparición de esa carta en su buzón Sofía no ha podido dormir. Sus padres entrando al departamento como siluetas sin rostro para reclamarle que les ha mentido es paralizante. En el último sueño que recuerda, estaban los dos de pie, recortados como un par de cartones colocados a contra luz frente a la puerta principal. De pronto sus rostros inmóviles hechos de cera pálida se estiraron hacia el cielo como llamas, sus dedos gigantescos la señalaron acusadores y de sus bocas que parecían dos cavernas con estalagmitas de baba y telaraña salieron en silencio cuatrocientas noventa maldiciones que le llenaron los brazos y el alma con tatuajes que ardían como gotas de soldadura. Los muros y el techo del departamento se deslizaron como tranvías hacia el horizonte entre torbellinos de polvo anaranjado, y ella se hizo cada vez más pequeña hasta que el espacio entre sus articulaciones fue tan diminuto que no le fue posible mover un músculo o articular una palabra. Luego el dedo de su padre se convirtió en un lanzallamas y apuntó a Shuldi, que corrió tratando de ocultarse entre esa vastedad de polvo. Todo comenzó a dar vueltas y de pronto, como el golpe de un rayo, las llamas alcanzaron a su hijo. La risa de su madre cayó desde el cielo como una ametralladora de cuchillas. Todo olía a pelo quemado. Su hijo agonizante la miraba lleno de terror y ella no podía moverse. En un instante todo se convirtió en un alba brillantísima que todo lo engulló: no quedó nadie ni nada alrededor, ni arriba ni abajo. Sus oídos comenzaron a escuchar hipnotizantes acordes distorsionados en un tono tan grave que hacía temblar dolorosamente sus huesos. A lo lejos, un cencerro y tambores tocando ritmos tribales; cada tantos tiempos un llamado de guerra tocado con un cuerno y luego la voz de Shuldi, acre, quemada y ronca como un vidrio astillado que repetía un mantra indescifrable que duró una eternidad. Al poco tiempo comenzó a llover sangre tan espesa que se tragó toda la claridad. Sus oídos dolían tanto con el volumen inmisericorde de los acordes y el sufrimiento era tan grande que Sofía tuvo que desgarrarse la garanta hasta que logró emitir un sonido débil y tembloroso que fue creciendo hasta que sus gritos despertaron a su cuerpo y pudo correr al cuarto de Shuldi. Shuldi respiraba y dormía. Shuldi estaba bien, pero desde esa noche ella ya no pudo dormir más.
Hace más de una semana que Sofía está de muy mal humor. Tiene sueño, tiene miedo. Sus nervios amenazan con asesinarla. Esta mañana se cortó con un cuchillo mientras rebanaba unos shiitakes en el restaurante. No sangró mucho, pero las implicaciones de otro accidente de trabajo la tienen aún peor.
En eso piensa, parada en la entrada de la cocina, mirando la luz ominosa que se escurre como leche agria por el vidrio esmerilado de la puerta principal. Shuldi sale de su cuarto, sigiloso y le repega la cabeza en el muslo derecho. "Te quiero, hijo." Le acaricia el cuello y espera que con eso Shuldi haga una cabriola, como de costumbre, y salga a jugar al patio. Pero él sigue repegándose con insistencia y cada vez con mayor fuerza. Inmersa en sus pensamientos, Sofía no ha pensado en cómo todo esto está afectando a Shuldi. "Hijo, ve a jugar." Él sigue meneando la cabeza insistentemente contra su muslo. "Basta, chiquito." El rozamiento continúa durante algunos minutos y aunque Sofía está inmersa en su preocupación, la insistencia y el ardor en el muslo terminan por irritar no sólo a su pierna. De pronto, la mujer estalla. "¡Basta ya, Shuldi, déjame en paz! ¿Qué no ves lo mal que me tiene la visita de tus abuelos?" El pequeño la mira desconcertado, da un pisotón en el suelo de madera y sale corriendo de la habitación.
-Shuldi. ¿Shuldi? ¿estás bien, hijo?
La habitación de su hijo está entreabierta. Sofía no se decide a entrar. Él está en un rincón, restregando su cabeza con la pared. Pero ella no lo ve.
-Shuldi. Quiero pedirte perdón por el arrebato de hace un momento. Hijo, te amo.
Amanece. Es el último día de junio y Sofía no ha logrado hacer que Shuldi salga de su habitación. "Está mejor así", piensa mientras limpia la mesa con un trapo húmedo. "Tal vez papá y mamá se sentirán tan traicionados que ni siquiera querrán conocerte." Suena el timbre, Sofía se dirige hacia la puerta y abre el picaporte lentamente. Ahí están: las dos siluetas dibujadas en la blancura del exterior. En vivo y a la distancia de los años que han pasado separados la una de los otros, sus padres parecen menos terribles que en el sueño aquel. Aún así, Sofía prefiere decirles la verdad antes de recibirlos adentro, tratando de evitar un desdén más vitando y doloroso.
-¿Y dónde está? pregunta su madre, tratando de esbozar una sonrisa que no acaba de dibujarse del todo. Su padre mira al piso, agarrando su boina con ambas manos a la altura del bajo vientre, pero sus labios son una pieza apenas ranurada. Sus padres son en realidad como un par de extraños que han venido a levantar los datos de un censo.
En ese momento se abre la puerta del cuarto de Shuldi y su presencia en medio del pasillo atrae la mirada de los tres. A Sofía le parece que su hijo se ve más grande, pero en la obscuridad de la casa es difícil ver bien.
-¡Shuldi, ellos son mis padres!
Shuldi rasca el suelo con su pezuña derecha y arranca en una carrera endemoniada hacia la puerta de entrada, embistiendo a la pareja de sombras, que terminan ensartados cada cual en uno de los recién salidos cuernos que coronan la cabeza de Shuldi.
Las sombras se vuelven borrosas, todo se torna blanco de nuevo y Sofía cae al suelo, lánguida.
Después de enterrar los cuerpos en el jardín trasero, Sofía mira a los ojos a Shuldi con sus propios ojos llenos de lágrimas y lo toma con suavidad por el cuello, justo debajo de sus orejas. "¡Shuldi, perdóname hijo, estaba tan metida en mis miedos y mis problemas con mis padres que no me percaté de que estabas convirtiéndote en todo un adulto! ¡Mírate nada más, qué hermosos cuernos, te pareces muchísimo a tu padre!" Y sacando el trapo húmedo que trae en la bolsa de su delantal, Sofía limpia la sangre que aún escurre de los cuernos del joven kudú.
martes, 28 de mayo de 2013
martes, 21 de mayo de 2013
Un perro sin correa
Un hombre de mediana edad entra a su casa en las afueras de la ciudad. Entre cientos de casas aún vacías, la suya no tiene en realidad ninguna peculiaridad. Es una morada de interés social pequeñísima, con un espacio grande que es habitación y sala de estar y un baño diminuto y nada más. Ha sido un día de trabajo muy duro y lo único que el hombre quiere es tirarse en su colchón a ver la serie de televisión que ha conseguido en DVD el día anterior. Apenas cruzando el umbral oprime el botón del apagador pero la habitación sigue a oscuras. Decide tirarse así, en la negritud de un cuarto que refleja la negritud de su vida. El control remoto de la tele debe estar tirado por ahí, entre el tazón de las palomitas vacío y una sábana echa bola que huele a sudor de semanas.
Se quita las botas, se desabrocha el pantalón y lo deja caer a sus pies. Dando un paso se sale de él y se sale de su día. Se quita los calcetines con la mano, se desenfunda la playera y la bota hacia el rincón más alejado de la puerta del baño, para no tropezar con ella cuando tenga que ir a orinar. En la intimidad de su desnudez, se deja caer de espaldas.
El golpe tan fuerte que se lleva en la espalda y el latigazo de su cabeza contra el suelo hacen que vea estrellas como si un hada se hubiera colado en el cuarto oscuro. Se soba la cabeza un minuto y luego agita sus miembros como los niños que dibujan angelitos en la nieve: el colchón no está en su lugar.
Como tampoco encuentra el control remoto, decide pararse a encender la televisión para ver qué es lo que sucede. El televisor tarda unos segundos en encender, el volumen es tan bajo que el murmullo de los grillos que pueblan el pasto crecido afuera de la casa parece ensordecedor. La habitación se ilumina en débiles tonos azules que suben y bajan de intensidad y entonces, entre sombras danzantes, comprueba que el colchón no está por ningún lado. El suelo alfombrado y los muros están desnudos como él, excepto por la ropa que se ha quitado al llegar, la pantalla de televisión y algo oscuro que está tirado cerca del contacto del muro que solía hacer las veces de cabecera. El hombre se acerca a ese objeto lentamente, se coloca en cuclillas y con la poca luz de la pantalla analiza el objeto. Es un cinturón o una correa. La sigue con las manos y descubre una cadena de metal unida a ella por una argolla. No hay duda, se trata de una correa. Una correa de perro.
La puerta del baño está abierta pero las cortinas siguen cerradas y no corre el viento. Quien haya estado adentro se marchó con su colchón y dejó atrás la correa y la cadena. Eso, o la persona que entró sigue adentro con él.
Al pensarlo se le eriza el pelo, entonces nota que una arista de la habitación es más oscura que las demás y comprende que en efecto no está a solas.
-¿Quién es?, ¿quién está ahí?
-Soy Enrique, tu vecino. La voz es grave, segura, tranquila.
-¿Enrique?
-Enrique, tu vecino de la casa de enfrente. Me mudé hace un par de días.
-Sí, sí. Te vi limpiando tu casa. ¿Se puede saber qué haces aquí adentro? ¿Dónde está mi colchón? ¿Es que también piensas limpiar mi casa y dejarme el puro vacío?
-¿El vacío? Ese ya lo tienes. Por eso he venido. Te traje un regalo.
El hombre titubea. Sabe que el vecino bien podría tener un arma. Quizá sean las únicas personas en un par de cuadras a la redonda, así que decide mantener la calma y averiguar de qué se trata todo eso.
-¿Te gustó tu regalo? Espero no haber errado la talla.
-Mi... ¿la correa?
-Sí. Tu cuello se escocerá un poco los primeros días, pero veré que descanses y que la ventilación sea suficiente para evitar heridas e infecciones.
El hombre está totalmente desconcertado. Está solo, desnudo en el fondo de su habitación con un hombre extraño que bloquea la única salida; un hombre que posiblemente esté armado y que lo tiene arrinconado en un área de diez metros cuadrados de un área casi despoblada. Sin saber qué hacer y sin fuerzas para luchar, decide esperar el tiempo que sea necesario para idear un plan coherente. El vecino le explica que lo ha vigilado incluso antes de mudarse al fraccionamiento. Con una tranquilidad hasta cierto punto contagiosa le dice que sabe que su padre ha muerto recientemente y que ahora la libertad le viene demasiado grande.
-Todos los perros de casa necesitan la correa cerca. Te vi cabizbajo y supe en seguida que eras uno de esos perros sin amo que no pueden andar paseando por ahí sin una guía, con todo ese peso encima y sin alguien que te cuide, sin disciplina, solo. Así que te compré una correa para sacarte a pasear y habituarte a todo esto. He decidido adoptarte. A partir de esta noche tú eres mi perro y yo tu amo. Me tomé la molestia de llevar el colchón a la casa de enfrente, para que no estorbe ni se ensucie demasiado durante el entrenamiento. Después me mudaré aquí contigo y verás que cambiará tu semblante.
En sus treinta y tantos años de vida el hombre jamás ha sido especialemnte asertivo, así que acepta las condiciones esperando encontrar en algún momento el modo de escapar o de buscar ayuda.
Pasan las semanas, pero el hombre se habitúa tanto a su nueva vida, a los cuidados de Enrique, a su voz maravillosamente calmante, a las tardes tranquilas escuchando jazz y sintiendo una mano acariciando su cabeza, que poco a poco la idea del escape empieza a parecerle una tontería. Además las croquetas no saben nada mal y el cabello ha dejado de caérsele. Enrique es un buen amo y le da la disciplina que necesita, además le proporciona comida y agua, lo saca a pasear todos los días e incluso lo deja perseguir el chorro de la manguera los sábados cuando riega el césped. A pesar de que no es un perro de jauría, los perros de los nuevos vecinos le tienen mucho respeto. Enrique dice que en poco tiempo podría ser un buen alfa. En efecto, su semblante ha cambiado: es un perro sano, feliz y seguro.
Cierta noche le es imposible dormir. Se asoma cada cinco o diez minutos por la ventana del frente. Las luces de los autos de los vecinos dan la vuelta en la esquina y pasan de largo para estacionarse frente a sus casas, pero esa noche Enrique no llega a casa. Él se promete que no llorará, que será valiente y fuerte. Ha oído a los otros perros aullar a veces, pero se dice que él no, que será un buen perro para que Enrique esté orgulloso de él cuando regrese. Dos noches más tarde ya no puede soportar más la espera y decide escapar por la ventana del baño en busca de su amo. Su olfato es bueno pero ha pasado mucho tiempo bajo techo. Salvo por algunas confusiones al principio, en lo que se habitúa a los aromas nocturnos, logra seguir el rastro de Enrique fuera del laberinto de casas y se dirige con firmeza hacia la gran ciudad.
Tres días han transcurrido en su andar. Casi sin aliento, con las tripas pegadas al costillar, llega a un terreno bardeado al otro lado de la ciudad. Amanece, la brisa baña su rostro y los pájaros le dan la bienvenida con su escándalo de trinos y aleteos. La reja de entrada aún tiene el candado puesto, pero atravesar entre los barrotes es cosa fácil estando tan flaco. Adentro todo huele a tierra y flores, el aire es fresco y los árboles enormes. El aroma de Enrique ha cambiado en los últimos días, pero sigue siendo suficientemente fuerte. En un punto específico del vasto campo el aroma es más intenso y escapa entre los terrones frescos que cubren la tumba donde ha sido sepultado Enrique. Como buen perro, se echa junto a la tumba de su amo, suspira profundamente y con los ojos cerrados se dispone a esperar su propia muerte.
Se quita las botas, se desabrocha el pantalón y lo deja caer a sus pies. Dando un paso se sale de él y se sale de su día. Se quita los calcetines con la mano, se desenfunda la playera y la bota hacia el rincón más alejado de la puerta del baño, para no tropezar con ella cuando tenga que ir a orinar. En la intimidad de su desnudez, se deja caer de espaldas.
El golpe tan fuerte que se lleva en la espalda y el latigazo de su cabeza contra el suelo hacen que vea estrellas como si un hada se hubiera colado en el cuarto oscuro. Se soba la cabeza un minuto y luego agita sus miembros como los niños que dibujan angelitos en la nieve: el colchón no está en su lugar.
Como tampoco encuentra el control remoto, decide pararse a encender la televisión para ver qué es lo que sucede. El televisor tarda unos segundos en encender, el volumen es tan bajo que el murmullo de los grillos que pueblan el pasto crecido afuera de la casa parece ensordecedor. La habitación se ilumina en débiles tonos azules que suben y bajan de intensidad y entonces, entre sombras danzantes, comprueba que el colchón no está por ningún lado. El suelo alfombrado y los muros están desnudos como él, excepto por la ropa que se ha quitado al llegar, la pantalla de televisión y algo oscuro que está tirado cerca del contacto del muro que solía hacer las veces de cabecera. El hombre se acerca a ese objeto lentamente, se coloca en cuclillas y con la poca luz de la pantalla analiza el objeto. Es un cinturón o una correa. La sigue con las manos y descubre una cadena de metal unida a ella por una argolla. No hay duda, se trata de una correa. Una correa de perro.
La puerta del baño está abierta pero las cortinas siguen cerradas y no corre el viento. Quien haya estado adentro se marchó con su colchón y dejó atrás la correa y la cadena. Eso, o la persona que entró sigue adentro con él.
Al pensarlo se le eriza el pelo, entonces nota que una arista de la habitación es más oscura que las demás y comprende que en efecto no está a solas.
-¿Quién es?, ¿quién está ahí?
-Soy Enrique, tu vecino. La voz es grave, segura, tranquila.
-¿Enrique?
-Enrique, tu vecino de la casa de enfrente. Me mudé hace un par de días.
-Sí, sí. Te vi limpiando tu casa. ¿Se puede saber qué haces aquí adentro? ¿Dónde está mi colchón? ¿Es que también piensas limpiar mi casa y dejarme el puro vacío?
-¿El vacío? Ese ya lo tienes. Por eso he venido. Te traje un regalo.
El hombre titubea. Sabe que el vecino bien podría tener un arma. Quizá sean las únicas personas en un par de cuadras a la redonda, así que decide mantener la calma y averiguar de qué se trata todo eso.
-¿Te gustó tu regalo? Espero no haber errado la talla.
-Mi... ¿la correa?
-Sí. Tu cuello se escocerá un poco los primeros días, pero veré que descanses y que la ventilación sea suficiente para evitar heridas e infecciones.
El hombre está totalmente desconcertado. Está solo, desnudo en el fondo de su habitación con un hombre extraño que bloquea la única salida; un hombre que posiblemente esté armado y que lo tiene arrinconado en un área de diez metros cuadrados de un área casi despoblada. Sin saber qué hacer y sin fuerzas para luchar, decide esperar el tiempo que sea necesario para idear un plan coherente. El vecino le explica que lo ha vigilado incluso antes de mudarse al fraccionamiento. Con una tranquilidad hasta cierto punto contagiosa le dice que sabe que su padre ha muerto recientemente y que ahora la libertad le viene demasiado grande.
-Todos los perros de casa necesitan la correa cerca. Te vi cabizbajo y supe en seguida que eras uno de esos perros sin amo que no pueden andar paseando por ahí sin una guía, con todo ese peso encima y sin alguien que te cuide, sin disciplina, solo. Así que te compré una correa para sacarte a pasear y habituarte a todo esto. He decidido adoptarte. A partir de esta noche tú eres mi perro y yo tu amo. Me tomé la molestia de llevar el colchón a la casa de enfrente, para que no estorbe ni se ensucie demasiado durante el entrenamiento. Después me mudaré aquí contigo y verás que cambiará tu semblante.
En sus treinta y tantos años de vida el hombre jamás ha sido especialemnte asertivo, así que acepta las condiciones esperando encontrar en algún momento el modo de escapar o de buscar ayuda.
Pasan las semanas, pero el hombre se habitúa tanto a su nueva vida, a los cuidados de Enrique, a su voz maravillosamente calmante, a las tardes tranquilas escuchando jazz y sintiendo una mano acariciando su cabeza, que poco a poco la idea del escape empieza a parecerle una tontería. Además las croquetas no saben nada mal y el cabello ha dejado de caérsele. Enrique es un buen amo y le da la disciplina que necesita, además le proporciona comida y agua, lo saca a pasear todos los días e incluso lo deja perseguir el chorro de la manguera los sábados cuando riega el césped. A pesar de que no es un perro de jauría, los perros de los nuevos vecinos le tienen mucho respeto. Enrique dice que en poco tiempo podría ser un buen alfa. En efecto, su semblante ha cambiado: es un perro sano, feliz y seguro.
Cierta noche le es imposible dormir. Se asoma cada cinco o diez minutos por la ventana del frente. Las luces de los autos de los vecinos dan la vuelta en la esquina y pasan de largo para estacionarse frente a sus casas, pero esa noche Enrique no llega a casa. Él se promete que no llorará, que será valiente y fuerte. Ha oído a los otros perros aullar a veces, pero se dice que él no, que será un buen perro para que Enrique esté orgulloso de él cuando regrese. Dos noches más tarde ya no puede soportar más la espera y decide escapar por la ventana del baño en busca de su amo. Su olfato es bueno pero ha pasado mucho tiempo bajo techo. Salvo por algunas confusiones al principio, en lo que se habitúa a los aromas nocturnos, logra seguir el rastro de Enrique fuera del laberinto de casas y se dirige con firmeza hacia la gran ciudad.
Tres días han transcurrido en su andar. Casi sin aliento, con las tripas pegadas al costillar, llega a un terreno bardeado al otro lado de la ciudad. Amanece, la brisa baña su rostro y los pájaros le dan la bienvenida con su escándalo de trinos y aleteos. La reja de entrada aún tiene el candado puesto, pero atravesar entre los barrotes es cosa fácil estando tan flaco. Adentro todo huele a tierra y flores, el aire es fresco y los árboles enormes. El aroma de Enrique ha cambiado en los últimos días, pero sigue siendo suficientemente fuerte. En un punto específico del vasto campo el aroma es más intenso y escapa entre los terrones frescos que cubren la tumba donde ha sido sepultado Enrique. Como buen perro, se echa junto a la tumba de su amo, suspira profundamente y con los ojos cerrados se dispone a esperar su propia muerte.
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