Creo que mi vida en su estado actual se parece bastante a ese cubo de colores de 20 pesos que sigue sentado en mi mesa, con sus 6 caras tristes esperando a ser acomodadas para brincar de felicidad...
Tengo una cara armada intencionalmente para ser vista, una cara determinada, prevista, una cara que aparenta felicidad y estabilidad: es mi parte supuestamente cuerda, cordial y con rumbo fijo, la parte que sabe lo que quiere y lucha por ello, la parte que fulmina el sueño, la cara de las amistades, de la familia feliz y la relación perfecta, la de la escuela a punto de culmen, la del diseñador y músico creativo, la cara perfecta cuyos cantos no muestran señal de desgaste, pero llevan a otras caras menos amables...
Hay otra cara de un color sólido, excepto por una de sus piezas: es la cara de la apariencia que puede ocultar su imperfección con gran facilidad tras un dedo, pero que carece de una necesidad vital y real de ocultamiento, es esa cara que se esconde tras la verdad velada más que tras la mentira, es mi cara familiar, la cara que debo poner en casa de mis padres para evitar problemas, disgustos, ataques cardiacos, pleitos, decepciones y otras angustias, la cara de la moral, de la costumbre, de la creencia, de la masculinidad y el encanto de lo inmaculado; es una cara que se yergue majestuosa por las calles, pero que descansa en la penumbra de un cuarto sin espacio, silenciosa, callando, aguardando, disfrutando...
Otras caras resultan menos descifrables y su número varía entre 1, 2 y 3, pues son caras intercambiables que se abrazan y se confunden, son caras que asemejan esa metáfora del vaso a medias... caras que pueden ser felices pero no del todo, o infelices pero tampoco del todo: estas caras se confunden entre la gente de la calle, son caras de múltiples colores que ocultan su encanto y su desencanto en ese abigarramiento, caras que se muestran a veces indiferentes, a veces solícitas, a veces embusteras y otras tantas infranqueables, son caras sociales, caras adaptables, caras con parte verdad y parte mentira, caras llenas de colores que ocultan tonos de gris, son las caras del cubo que crujen cuando éste no gira bien y las que más trabajo cuesta arreglar, y que a veces casi logran confunidrme incluso a mí mismo.
La última cara siempre apunta hacia abajo, hacia adentro, hacia la verdad íntima, hacia la individualidad y los segundos a sólas en un cuarto oscuro sin más cuerpos que el mío: es la cara que esconde todos los secretos del armado invisible del cubo entero, una clave para el armado de un rompecabezas que quizá no quiere ser del todo descifrado, una cara que se niega a perder su encanto y su complejidad, es la cara que puede ser adivinada tras conocer las otras caras, la única cara que puede desarmar a aquella de talle perfecto y colores sólidos y al mismo tiempo la única capaz de dar armonía al conjunto. Esta cara oculta jamás miente, sólo premanece allí esperando ser descubierta: es la cara del dolor, del hastío, del coraje, de la perversa fiaca recurrente, la cara del orgasmo apócrifo y del amor aparente, la cara que ríe y llora al mismo tiempo y que no tiene nada que fingir, la cara a la que no se le da el arte del teatro.
Y todas estas caras confluyen ahí mismo, sobre la mesa, en un mismo cubo de colores de acríclico, con la felpa bien guardada en sus entrañas, sentadas esperando a ser resueltas, detonadas, gastadas, trabajadas, segadas..