Desde el instante mismo en que comencé a tener algo parecido a la presencia, algo de estancia, de existencia. Desde el ligero resplandor rojizo que bañaba mis ojos a través de los párpados, antes de quemar el iris con la luz del día y abrir mi cuerpo a las ventanas del mundo, antes de sus aromas y sus risas, de sacar la lengua y darme cuenta de que el aire era salado, antes de que la hierba a mis espaldas riera y me dijera: soy húmeda y fría. Antes de conocer las palabras y las cosas. Antes del sentido, de la ciencia y la conciencia. Antes de las etiquetas y los nombres, antes de notar siquiera que sentía. Mi primer pensamiento del día. El primero de mi día.
Estuve así tirado un segundo aprendiendo a respirar y parpadear. Vi mis manos y sentí el viento jugueteando entre mis vellos erizados. Miré hacia arriba: los árboles bailando, un mirlo cortando el firmamento. Luego estiré ambos brazos más allá de los límites de mi cabeza y rodé sobre mis espaldas hasta quedar de cara al suelo. Vi que aún entre los tallos del pasto había vida y movimiento. Acerqué mi oreja y supe que la tierra latía como ese pensamiento en mi cabeza mientras una mariposa negra dibujaba ovejas blancas en el aire. Apoyando las palmas sobre la hierba alejé el suelo de mi rostro y poco a poco, tambaleando, me puse de pie.
Caminar fue un poco complicado. Cada paso mi cuerpo entero una liga expandiéndose y retrayéndose y el crujido del bosque, troncos que se niegan a caer. Noté que los frutos se balanceaban y me resultó divertido. Intenté trotar y en un segundo corría ya acercándome al arroyo, la piel de mi rostro se estiraba más y más hacia los lados y hacia arriba, mis pómulos tibios y los dientes de fuera. Un sonido rítmico que nacía de mis tripas hizo vibrar los músculos en mi laringe y supe lo que era la alegría.
Entonces vi tu silueta en lo alto de la colina. En ese momento no supe explicarme por qué ni cómo, pero te reconocí. Subí cuan rápido la pendiente me lo permitió y me paré cerca tan cerca de tu cuerpo que pude capturar en mi nariz una gota de sudor evaporándose aromática de tu piel. Tus ojos se abrieron y fuiste reflejo perfecto de mi propia sonrisa. Las hojas de los sauces canturrearon algo colina abajo y yo me perdí en el fondo de tus pupilas. Tus manos tocaron mis manos y de pronto mis dedos torpes se volvieron enramaje de medusa entre los tuyos. Una frescura de ocaso comenzaba a dibujarse tras tu espalda y cuatrocientos cuarenta y tres tonos entre el carmesí y el púrpura se resbalaron sobre nosotros como un manto cósmico. Mi corazón latió desesperado y agradecí –no sé a quién– haberte encontrado. La temperatura de mi rostro se elevó al doble y más cuando me estrechaste contra ti. Dos pares de labios se unieron y transformaron la última luz en sepulcro. ¡Cómo deseé en ese momento que un día en el mundo durara más que un respiro! Pero era tiempo de volver a la tierra, tiempo de bajar de nuevo. Tiempo del fin al fin. Un segundo antes de morir conocí el amor, y fui feliz. Entonces lo entendí: haberte reconocido no fue más que un acto de memoria. Memoria del primer y último pensamiento de mi día.
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