sábado, 13 de agosto de 2011

Otra quinceañera de pueblo.

Llevo rato en el estudio escribiendo un cuento acerca de cómo el futuro nos ha arrancado el amor y el deseo. La mañana ha sido fría, nublada, seca... totalmente hermosa. Estoy inspirado y contento, me gusta cómo va la historia. Las palabras salen como escupidas de mis dedos y en los silencios entre pista y pista de los discos de jazz que he escuchado no sé cuántas veces seguidas durante toda la mañana, se escuchan las pulsaciones rítmicas de mis yemas sobre las teclas de la computadora portátil. Si estoy tan emocionado escribiendo una historia acerca de cómo el futuro nos ha arrancado el amor y el deseo, entonces ¿por qué estoy escribiendo esto y no el siguiente párrafo de aquello?

–Porque algo ha ocurrido. Algo en la calma grisitud del día.

Temprano en la mañana de este sábado, sentado frente a la computadora, justo antes de encenderla, vi algo que me ha parecido cómico: La vecina tendiendo su vestido de quinceañera en un lazo que cuelga flojo y tambaleante de dos varillas que salen de la azotea de su casa gris, sin acabados. Es un vestido azul, de ese azul que llaman “eléctrico” (o para ponerme en la onda parafernálica de los quinceaños en México “azul eléctrico, que le llaman”). Alcanzo a ver por el ventanal del estudio que el vestido es como los pasteles de cumpleaños: totalmente lleno de betún, ondas, flores, olanes y adorno sobre adorno sobre adorno. Pienso “No entiendo cómo puede gustarles eso”. Ella se le queda viendo, ladea la cabeza, se quita los cabellos de la cara con su mano izquierda, luego da la media vuelta y desaparece por una puerta negra de metal que hay en el cuartito de la azotea, justo debajo del tinaco negro de 1,100 litros. El vestido se queda colgado, ondeando en el viento como una muda bandera. Enciendo la computadora, abro el procesador de textos y comienzo la cabalgata a través de mi historia acerca de cómo el futuro nos ha arrancado el amor y el deseo.

Como he dicho antes, la historia camina y mis dedos corren sobre el teclado, tratando de alcanzar las palabras que el cerebro les envía a través de músculos, nervios, tendones, arterias y venas. El proceso me lleva varias horas y necesito definir un término que usaré en la historia, me detengo un poco para echar un breve salto a google... ¿cómo carambas se llaman esos embudos de plástico que hay en los museos de ciencia? Esos en los que echas una moneda desde la orilla y se va rodando sobre su canto, en espiral, aumentando rápidamente su velocidad para llegar al centro y dar como mil vueltas antes de desaparecer por el centro del embudo? ...unos cuantos clicks, y listo: se llama “embudo hiperbólico”. De pronto, siento que algo me ha sacado de concentración. Mi mamá ha pasado caminando varias veces por el pasto, afuera del ventanal, pero no es ella lo que me ha distraído. Es ese vestido de quinceañera azul eléctrico ondeando en la mitad de la tarde, cerca de la hora de la comida, en la azotea de la casa vecina, justo arriba de sus dos plantas de concreto aplanado sin pintar. Vuelvo al ataque contra el teclado de la computadora, apunto en mi historia “embudo hiperbólico” y un par de enunciados más. Vuelvo a voltear a la azotea de los vecinos: ella está ahí. La quinceañera ha vuelto y está enfundada en su vestido de quinceañera azul eléctrico, parada junto a la orilla de la azotea, mirando hacia abajo, quitándose los cabellos de la cara con su mano izquierda. En su mano hay algo. Lo ve, mira hacia el frente y de nuevo hacia abajo. “Me quiere, no me quiere, me tiro, no me tiro”, parece decir mientras yo veo su silueta contra el cielo gris y pienso: “¡qué loco, se ve bien chida!”, de repente me acuerdo de mi cámara fotográfica “...como para una foto!”. Corro para traerla y llegando a la sala oigo un golpe como de costal contra el piso. “¡Chin, no la alcancé, ya se tiró... ¿se habrá tirado?”. Pero no, no puede haberse tirado, no seas ridículo. Las quinceañeras hacen su entrada triunfal, se balancean en un columpio de flores, bailan el vals y el baile moderno, comen mole, arroz y piezas de pollo frío, a veces consomé grasoso servido en vasos de unicel, parten el pastel de quince pisos, se escapan con el novio después del ridículo de su papá al micrófono con el molazo en el traje de 300 pesos. ¿Pero tirarse de la azotea con su vestido de quince años? No, las quinceañeras no hacen eso... “veo demasiada tele”, me digo. Vuelvo a mi cuento acerca de cómo el futuro nos ha arrancado el amor y el deseo. La luz que entra por la ventana jala mis ojos y de pronto me pongo de pie: algo ondea en la orilla de la azotea de la casa gris, justo a un lado de la varilla de la que pende el tendedero. Enciendo mi cámara, hago zoom, enfoco y tomo la foto. Es una tira de tela color azul, azul eléctrico.

–Nel, no puede ser, no seas mamón, no se suicidó ...simplemente volvió adentro.

Oprimo una tecla para quitar el protector de pantalla y seguir con mi cuento. Entonces oigo un grito de mujer, un grito desconsolado, agitado, agudo, horrible, como de cuerdas vocales desgarrándose, como el sólo de trompeta que suena a todo volumen en las bocinas del estudio donde supuestamente estoy escribiendo una historia acerca de cómo el futuro nos ha arrancado el amor y el deseo. Volteo a ver la pantalla del estéreo: Disco 4. Pista número 3: “Stormy Weather”, de Charles Mingus.

–Sí, la quinceañera se ha aventado.

2 comentarios:

Hugo Dena dijo...

Es de esas cosas que suceden alrededor en dos segundos. Como el comentario en un funeral donde muchos dicen: "pero si lo acabo de ver hace dos días".

Anónimo dijo...

Que cabrón eres compadre, no te conocía esa faceta…
Recuerda las quinceañeras no disfrutan la fiesta, más que con la escapada con el novio después del discurso del ebrio padre.

Buba