Ocurrió una madrugada mientras caminaba sin rumbo por el centro. Acababa de empinarme cinco o seis o diez chelas bien amargas, de esas que sólo amargan cuando te las tomas a sólas en el rincón más oscuro del segundo nivel del café Dalí. Cuando salí noté enseguida que la calle tenía un gusto a desencanto rancio y podrido, y mientras la saboreaba con mi andar pastoso y serpentino mis suelas dibujaban entre sus grietas un esbozo de mi propio desierto, como queriendo aprovechar la novedad de un chance recién adquirido; una microscópica oportunidad de hundirme en las mieles de la ventisca y la debilidad bajo el auspicio del alcohol y quizá de un poco de autoconmiseración tardía. Sin siquiera percibirlo, algo buscaba emanciparse de mí mismo y de mis reglas, igual que las cenicientas polillas buscan licencias en el fuego de una lámpara de petróleo. Fue entonces que mis ojos se engarzaron con los suyos.
Era bastante robusto y muy varonil, pero a sus escasos 16 o 17 también me pareció que era apenas un niño; un niño atrapado en el semblante de un oso sumergido en el cuerpo terminado de un verdadero hombre. Tez morena, barba cerrada, nariz ancha, labios carnosos... ojos negros como sólo negras pueden ser las intenciones de un ángel, brazos de caoba con manos gordas y fuertes, piernas gruesas como robles. Un aroma fascinante a perdición y la inolvidable sonrisa seductora de un demiurgo de la noche. Un niño oso hombre lejano canto de sirena en medio de la oscuridad.
–¿Tienes fuego?
–Claro, aquí tienes.
–¿Cómo te llamas?
–Miguel, ¿y tú?
–Humberto.
Sentí ese viejo y camarada cosquilleo del deseo apoderándose de mí, pero esta vez mi voz no vaciló, las comisuras entre mis dedos no sudaron, mi cerebro no dudó. Con la velocidad del rayo recorrí los intrincados arroyos de mis memorias y casi al azar escogí algunas preguntas que resultaron mágicas y adecuadas. Las palabras salían de mi boca como niños que se deslizan sobre una resbaladilla: unas tras otras, fluidas, seguras, planeadas pero gustosa y extrañamente sinceras. Y a través de las bocanadas de tabaco quemado, sus sonrisas me parecieron también sinceras. Esta vez, por el puro gusto y la atracción del vacío, ningún detalle sería calculado. A su propio paso y no al mío, el poder del vórtice me atraería, y con suerte todos quedaríamos complacidos.
Caminamos sin premura acariciados por el suave viento de otoño y sin más compañía que nuestras propias sombras, que parecían bailar entre las columnas de los portales. Nos aprovechábamos satisfechos del silencio y la oscuridad; fluíamos como un par de sonámbulos líquidos en busca de algún elíxir mágico capaz de detener el acecho terrible de la vigilia. ¿Platicábamos? No lo recuerdo. Lo que sí recuerdo son sus ojos de ángel, sus manos ásperas, su acompasado caminar, el calor de su respiración y el humo azul haciendo volutas en el aire.
La noche pide a gritos sudor y carne, sed de compañía y risas; la noche tiene hambre y los cuerpos tienen sed.
Pienso por un instante en su edad, en la inocencia, trato de recordar el nombre del delito, pienso en la enmascarada violencia, en la alevosía y la ventaja; pienso en la letanía de aquel libro rancio de las buenas familias que guardaba mi madre y en las telarañas que se estiran pegajosas como babas de tortuga entre sus pastas de cuero viejo, pienso: ¿qué diosa saldría victoriosa en un duelo a muerte, Soledad o Lujuria? Pienso. Pienso... y la idea misma de pensar que quizá en el fondo en lo que pienso es en él, en él que no soy yo y en la posibilidad del complemento... esa idea me estremece. Luego con la mente más fría y con frío de seguir pensando, pienso que en lo único que realmente quiero pensar es en mi deseo: fluir como el río y caer como la cascada.
Nos detenemos en algún punto del planeta sin más señas que la luz de la luna y su frágil puntería tan ajena, tan certera. De frente a él, sorbo con placer el alquitrán quemado de las últimas hojas de tabaco, separo de mis labios el cigarro con lentitud y lo arrojo giratorio al infinito mientras una nube de humo cede paso a la más acuciante e imprevista necesidad de salivar que haya sentido jamás. Mis manos se abalanzan sobre sus hombros y sus enormes nalgas golpean contra el muro. En una milésima de segundo, mis labios se funden con los suyos y mis manos comienzan agitadas un recorrido tembloroso por las montañas de su cuerpo. Escudados tras lisos bloques de piedra dibujamos convulsos un rincón entre un ventanal y el muro oriente de la catedral. Se escuchan las campanas del reloj y un frío confundido y desvelado comienza a sudar siluetas de una respiración mutua y agitada.
Mi cuerpo anhela su cuerpo y adivinándolo correspondiente gozo el milímetro que nos separa y ese instante inmediato en el que se comprime el minúsculo espacio infinitesimal. Me pierdo en su mirada mientras froto mi bulto despierto sobre su estómago, lo disfruto y algo dentro de mi pecho me susurra letras que formulan “comunión”. Sus ojos me miran fijamente y esa sonrisa de ángel de nuevo, como si mis manos en su espalda hubiesen pulsado un botón oculto. De pronto pillo a mis labios buscando su cuello y a los dedos de mi mano derecha revolviéndose entre pelos de un pecho que juro, aún ahora no sé cómo se deshizo de la tela que lo comprimía. Mi lengua mojada persigue a esos dedos que mucha ventaja le llevan, y mientras éstos pellizcan su pezón derecho, el izquierdo se aferra como anzuelo entre mis dientes, sus manos enormes aprietan mis brazos mientras mi mano izquierda alcanza sus nalgas y mis dedos se abren paso en un camino que rasga mitos y abre pórticos.
...llameantes columnas de piedra helada evaporan la razón y derriten la piel mojada...
Siento su cuerpo casi mi cuerpo... no atinaría a descifrar si hay salida de este laberinto acéfalo (o si quiero que haya alguna, en todo caso). Casi en blanco y con el cerebro pulsando a toda carrera descubro su mano asiendo con fuerza la consistencia dura de mi pasión, el goce, la húmeda voluptuosidad, y me sorprendo a mí mismo tomando por el tallo la erecta rigidez de su masculinidad. Contra todo esbozo de estadística oficial y evadiendo la pregunta más estúpida que pueda repetirse en estos casos, me arrodillo lentamente frente a un niño-osezno en cuerpo de hombre que me mira a través de sus ojos negros, como negras son las intenciones de un ángel.
Arrodillado y hambriento, esa noche me di cuenta de que el rol es al final del camino mero engaño de etiquetas; un tatuaje de vino tinto que se escurre en la piel hirsuta del deseo.
Me mira con ese brillo delicioso entre suplicante e imperativo y yo lo miro hacia arriba queriendo ser atado, condenado y azotado en ese pilar de sal. Apretando con los dientes su labio inferior, él cierra los ojos y alza la barbilla como esos santos en éxtasis que seguramente a estas horas estarán excitados y húmedos pegando sus oídos al otro lado del muro. Mis manos lo toman con fuerza por las nalgas y en su silencio preguntan ¿puedo? Su cuerpo cede y un aroma que rebasa al algodón y a la mezclilla sugiere puedes. Arrodillado y absurdo (cuan absurdo pueda resultar tan dichoso despliegue de retro-actividad) beso su ombligo (sagrado símbolo de unión y energía) y sigo con mi lengua su camino mi destino. Desabrocho la botonadura de su pantalón con la pericia de un artista naif y ese conocidísimo y sublime perfume a virilidad llena mis pulmones, mi lengua se encarama en el delicioso monte boscoso de su pubis, bosque de gruesos vellos: vellos de grueso oso sumergido en cuerpo de hombre con ojos de negro ángel.
Desahuciado me hundo sediento. Dispuesto a beber descendiendo me rindo... en medio de un silencio más embriagador que el alcohol mismo y saboreando con anticipación mi anhelado desierto y mi caída, un relámpago de sudor helado escurre por mi nuca y siento erizarse algo más que los vellos de mi cuerpo.
Son las tres y cuarto de la madrugada: una punta de metal aguda y helada se posa en mi cuello. Su voz potente, voz de hombre en cuerpo de oso, me ordena:
–Entrégame la cartera y el celular, pinche puto de mierda.
Toluca, México. Una fría noche de otoño, hace algunos amantes...
*Cualquier similitud con cualquier cosa que recuerdes o creas recordar es puro Dèja-Vu
[entre arcadas y jaquecas, un río de lava que sólo el diablo sabe cómo se ha abierto paso a través de mis venas hasta alcanzar el esófago me regala una visión bajada directamente de este cielo nublado, donde habitan ángeles con cara de niño y estrategias de hombre. Dentro, muy dentro de mi ser, más hondo de lo que el acero jamás hubiera podido penetrar, me río de la ironía y el tropiezo. Amigo mío: en algún rincón del muro oriente de cada catedral, en cada ciudad, en cada nación, Dios ha dejado sin tapiar una ventana, una ventana que da a un ático en lo alto de una oscura cueva. En esa cueva vive un ángel con cuerpo de oso y ojos de niño. Su nombre por supuesto no es Miguel, y en las noches de luna, cuando el insomnio es grande y las cervezas amargan el ánimo de los hombres, Dios baja del cielo como un relámpago y entra por aquella ventana a visitar a ese su hijo rebelde, y juntos se pasan la noche fumando tabaco, bebiendo cerveza y jugando cartas. Entre trago y trago, si pones atención, escucharás cómo se ríen del hombre ebrio y solitario que resbala sobre la piedra, como si las lágrimas que pisa fueran las babas de un caracol]
Era bastante robusto y muy varonil, pero a sus escasos 16 o 17 también me pareció que era apenas un niño; un niño atrapado en el semblante de un oso sumergido en el cuerpo terminado de un verdadero hombre. Tez morena, barba cerrada, nariz ancha, labios carnosos... ojos negros como sólo negras pueden ser las intenciones de un ángel, brazos de caoba con manos gordas y fuertes, piernas gruesas como robles. Un aroma fascinante a perdición y la inolvidable sonrisa seductora de un demiurgo de la noche. Un niño oso hombre lejano canto de sirena en medio de la oscuridad.
–¿Tienes fuego?
–Claro, aquí tienes.
–¿Cómo te llamas?
–Miguel, ¿y tú?
–Humberto.
Sentí ese viejo y camarada cosquilleo del deseo apoderándose de mí, pero esta vez mi voz no vaciló, las comisuras entre mis dedos no sudaron, mi cerebro no dudó. Con la velocidad del rayo recorrí los intrincados arroyos de mis memorias y casi al azar escogí algunas preguntas que resultaron mágicas y adecuadas. Las palabras salían de mi boca como niños que se deslizan sobre una resbaladilla: unas tras otras, fluidas, seguras, planeadas pero gustosa y extrañamente sinceras. Y a través de las bocanadas de tabaco quemado, sus sonrisas me parecieron también sinceras. Esta vez, por el puro gusto y la atracción del vacío, ningún detalle sería calculado. A su propio paso y no al mío, el poder del vórtice me atraería, y con suerte todos quedaríamos complacidos.
Caminamos sin premura acariciados por el suave viento de otoño y sin más compañía que nuestras propias sombras, que parecían bailar entre las columnas de los portales. Nos aprovechábamos satisfechos del silencio y la oscuridad; fluíamos como un par de sonámbulos líquidos en busca de algún elíxir mágico capaz de detener el acecho terrible de la vigilia. ¿Platicábamos? No lo recuerdo. Lo que sí recuerdo son sus ojos de ángel, sus manos ásperas, su acompasado caminar, el calor de su respiración y el humo azul haciendo volutas en el aire.
La noche pide a gritos sudor y carne, sed de compañía y risas; la noche tiene hambre y los cuerpos tienen sed.
Pienso por un instante en su edad, en la inocencia, trato de recordar el nombre del delito, pienso en la enmascarada violencia, en la alevosía y la ventaja; pienso en la letanía de aquel libro rancio de las buenas familias que guardaba mi madre y en las telarañas que se estiran pegajosas como babas de tortuga entre sus pastas de cuero viejo, pienso: ¿qué diosa saldría victoriosa en un duelo a muerte, Soledad o Lujuria? Pienso. Pienso... y la idea misma de pensar que quizá en el fondo en lo que pienso es en él, en él que no soy yo y en la posibilidad del complemento... esa idea me estremece. Luego con la mente más fría y con frío de seguir pensando, pienso que en lo único que realmente quiero pensar es en mi deseo: fluir como el río y caer como la cascada.
Nos detenemos en algún punto del planeta sin más señas que la luz de la luna y su frágil puntería tan ajena, tan certera. De frente a él, sorbo con placer el alquitrán quemado de las últimas hojas de tabaco, separo de mis labios el cigarro con lentitud y lo arrojo giratorio al infinito mientras una nube de humo cede paso a la más acuciante e imprevista necesidad de salivar que haya sentido jamás. Mis manos se abalanzan sobre sus hombros y sus enormes nalgas golpean contra el muro. En una milésima de segundo, mis labios se funden con los suyos y mis manos comienzan agitadas un recorrido tembloroso por las montañas de su cuerpo. Escudados tras lisos bloques de piedra dibujamos convulsos un rincón entre un ventanal y el muro oriente de la catedral. Se escuchan las campanas del reloj y un frío confundido y desvelado comienza a sudar siluetas de una respiración mutua y agitada.
Mi cuerpo anhela su cuerpo y adivinándolo correspondiente gozo el milímetro que nos separa y ese instante inmediato en el que se comprime el minúsculo espacio infinitesimal. Me pierdo en su mirada mientras froto mi bulto despierto sobre su estómago, lo disfruto y algo dentro de mi pecho me susurra letras que formulan “comunión”. Sus ojos me miran fijamente y esa sonrisa de ángel de nuevo, como si mis manos en su espalda hubiesen pulsado un botón oculto. De pronto pillo a mis labios buscando su cuello y a los dedos de mi mano derecha revolviéndose entre pelos de un pecho que juro, aún ahora no sé cómo se deshizo de la tela que lo comprimía. Mi lengua mojada persigue a esos dedos que mucha ventaja le llevan, y mientras éstos pellizcan su pezón derecho, el izquierdo se aferra como anzuelo entre mis dientes, sus manos enormes aprietan mis brazos mientras mi mano izquierda alcanza sus nalgas y mis dedos se abren paso en un camino que rasga mitos y abre pórticos.
...llameantes columnas de piedra helada evaporan la razón y derriten la piel mojada...
Siento su cuerpo casi mi cuerpo... no atinaría a descifrar si hay salida de este laberinto acéfalo (o si quiero que haya alguna, en todo caso). Casi en blanco y con el cerebro pulsando a toda carrera descubro su mano asiendo con fuerza la consistencia dura de mi pasión, el goce, la húmeda voluptuosidad, y me sorprendo a mí mismo tomando por el tallo la erecta rigidez de su masculinidad. Contra todo esbozo de estadística oficial y evadiendo la pregunta más estúpida que pueda repetirse en estos casos, me arrodillo lentamente frente a un niño-osezno en cuerpo de hombre que me mira a través de sus ojos negros, como negras son las intenciones de un ángel.
Arrodillado y hambriento, esa noche me di cuenta de que el rol es al final del camino mero engaño de etiquetas; un tatuaje de vino tinto que se escurre en la piel hirsuta del deseo.
Me mira con ese brillo delicioso entre suplicante e imperativo y yo lo miro hacia arriba queriendo ser atado, condenado y azotado en ese pilar de sal. Apretando con los dientes su labio inferior, él cierra los ojos y alza la barbilla como esos santos en éxtasis que seguramente a estas horas estarán excitados y húmedos pegando sus oídos al otro lado del muro. Mis manos lo toman con fuerza por las nalgas y en su silencio preguntan ¿puedo? Su cuerpo cede y un aroma que rebasa al algodón y a la mezclilla sugiere puedes. Arrodillado y absurdo (cuan absurdo pueda resultar tan dichoso despliegue de retro-actividad) beso su ombligo (sagrado símbolo de unión y energía) y sigo con mi lengua su camino mi destino. Desabrocho la botonadura de su pantalón con la pericia de un artista naif y ese conocidísimo y sublime perfume a virilidad llena mis pulmones, mi lengua se encarama en el delicioso monte boscoso de su pubis, bosque de gruesos vellos: vellos de grueso oso sumergido en cuerpo de hombre con ojos de negro ángel.
Desahuciado me hundo sediento. Dispuesto a beber descendiendo me rindo... en medio de un silencio más embriagador que el alcohol mismo y saboreando con anticipación mi anhelado desierto y mi caída, un relámpago de sudor helado escurre por mi nuca y siento erizarse algo más que los vellos de mi cuerpo.
Son las tres y cuarto de la madrugada: una punta de metal aguda y helada se posa en mi cuello. Su voz potente, voz de hombre en cuerpo de oso, me ordena:
–Entrégame la cartera y el celular, pinche puto de mierda.
Toluca, México. Una fría noche de otoño, hace algunos amantes...
*Cualquier similitud con cualquier cosa que recuerdes o creas recordar es puro Dèja-Vu
[entre arcadas y jaquecas, un río de lava que sólo el diablo sabe cómo se ha abierto paso a través de mis venas hasta alcanzar el esófago me regala una visión bajada directamente de este cielo nublado, donde habitan ángeles con cara de niño y estrategias de hombre. Dentro, muy dentro de mi ser, más hondo de lo que el acero jamás hubiera podido penetrar, me río de la ironía y el tropiezo. Amigo mío: en algún rincón del muro oriente de cada catedral, en cada ciudad, en cada nación, Dios ha dejado sin tapiar una ventana, una ventana que da a un ático en lo alto de una oscura cueva. En esa cueva vive un ángel con cuerpo de oso y ojos de niño. Su nombre por supuesto no es Miguel, y en las noches de luna, cuando el insomnio es grande y las cervezas amargan el ánimo de los hombres, Dios baja del cielo como un relámpago y entra por aquella ventana a visitar a ese su hijo rebelde, y juntos se pasan la noche fumando tabaco, bebiendo cerveza y jugando cartas. Entre trago y trago, si pones atención, escucharás cómo se ríen del hombre ebrio y solitario que resbala sobre la piedra, como si las lágrimas que pisa fueran las babas de un caracol]
No hay comentarios.:
Publicar un comentario