jueves, 13 de agosto de 2009

¿Por qué no?

¿Y por qué no iba a hacerlo? ¿Por qué no dejar que la tensión acumulada en mis brazos saliera por las manos como un relámpago y girara el volante hacia la izquierda? ¿Por qué no aventar mi ira contra su pasividad-burdizzio-cáncer y de paso aventar su cuerpo contra la portezuela-muro-de-contención-lápida? ¿Por qué no mandar todo ese coraje acumulado al hospital, donde seguramente sería sedado y despertaría sin ese tumor-padre-vendedor-de-carne? ¿Por qué no hacerlo? Mandar todo al carajo y comenzar ya no de cero, sino justo al otro lado del punto decimal, donde se aglutinan las libertades y la propia cárcel huele a paz... probar con los labios húmedos el color de lo humanamente innombrable, arar con mis propios nudos un destierro autoproclamado a lo inenarrable de mi letanía personal.

Era una tarde como cualquier otra tarde. Habíamos estado repartiendo reses-sangre-huesos-cuero-cadáveres-plomo-tensión-sudor. El sol quemaba mi antebrazo derecho que se asomaba rígido por el hueco de la ventanilla derecha de la camioneta. El viento de enero era frío pero la sangre quemaba (no la sangre-miel vacuna que unía unos vellos con otros en un grumo pestilente y duro sobre el codo, sino la sangre-melaza interior, ese petróleo que aún fluía como hormigas entre mercurio viscoso y pesado); esa sangre quemaba por dentro como todos los días, como todas las semanas, como toda la condena. Él le cambiaba de estación al radio cada cinco segundos. Jamás en busca de música o noticias... pura persecución de estática y ruido, ruido cualquiera que atajara el estrépito de mi respiración dentro de su camioneta; dentro de su mundo; dentro de Su Reino. Yo apretaba mi puño y pensaba: ¿por qué no hacerlo? La idea tarareaba su propia melodía en mi cabeza y mi puño se cerraba cada vez más, como nunca supe antes que una mano pudiera cerrarse sobre sí misma, como no pensé que una serpiente-dedos-odio pudiera retraerse en su resorte de resentimiento para abalanzarse sobre dos manos viejas que parecían una con el volante de la vieja Ford modelo 95 de ese anciano y maloliente padre-jefe-amo.

Vi el paso a desnivel venir a toda velocidad hacia el parabrisas opaco y polvoso, lo pensé una vez más mientras miraba por el retrovisor esa estúpida mueca y su palillo de madera hurgando como idiota entre sus dientes amarillos... y entonces, por primera vez, me permití ser Yo. Mis garras se separaron y la marca que dejaron en la palma de mi mano derecha se coló hasta mi cerebro, donde ya la lava comenzaba a enfriarse y convertirse en piedra. De un empellón, me arrojé sobre su cuerpo-grillete-enemigo y golpeé sus brazos con tal fuerza que un crujido gritó a través de los huesos. Su cabeza se embaró contra el vidrio de la ventanilla, el volante giró hacia la izquierda y aún más rápido que el paso a desnivel, el collage-concreto-sangre-huesos-libertad-sonrisa-cristales en mi rostro acabó con la canción-angustia y me remontó a las suaves alturas de un larguísimo y delicioso desmayo-sirenas-ardor-sueño-luces-descanso.

Aún estaba en la cama del hospital cuando mamá vino con la noticia: “Un accidente... venían de repartir los cárnicos... dicen los doctores que tus piernas no están bien, pero que quizá, si haces las terapias... tu padre se llevó la peor parte... esta mañana fue el entierro”. Ese día, la voz de mi madre supo más bella que la sonrisa de un ángel.

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